ORFEO CONTRA ACADEMO
POR UNA VICTORIA DEFINITIVA DE LA LIRA SOBRE LA TOGA

Alejandro Mijangos

Universidad Autónoma de Puebla

aletz@hushmail.com


Cuentan los libros escolares cómo Platón fundó su academia en las inmediaciones de un jardín ateniense, propiedad del héroe mitológico Academo. De esa antigua institución es también célebre su inscripción de entrada, que prohibía el acceso a quienes no supieran geometría. Es archisabido, además, que su fundador concibió una república ideal donde no tendrían cabida los poetas. Estas leyendas de origen sobre esa particular escuela y su primer director iban ya trazando el perfil autoritario y segregacionista que es hoy estigma indeleble de sus herederas las universidades, en cuyo seno tampoco son admitidos quienes no sepan registrar su bibliografía en el sistema de citado en boga, carezcan de curriculum, de un marco teórico, una metodología, entre otras cartas credenciales que, para decirlo pronto, acrediten que el aspirante es un cadáver mental, o cuando menos, un desahuciado listo para adentrarse en un Hades ultrateórico del que ninguna inteligencia vuelve nunca a salir viva.

Nunca. Ni siquiera tratándose de un poeta.

El Orfeo de nuestros días no penetra jamás en los dominios de Academo a no ser que se trate de un suicida impulsado por la imperiosa necesidad de seducir a una Eurídice cada vez más prostituida, nombrada actualmente beca, plaza de tiempo completo o membresía del SNI. Vemos entonces al bardo canjear su lira por una toga de doctor catedrático, y en esa transacción, que le asegura la supervivencia material, consumar su fracaso más rotundo. Olvida que el único precio a pagar por el laurel victorioso de la poesía es siempre el sacrificio de Eurídice.

Entre poesía y academia la única coincidencia concebible es su cita puntual en un campo de batalla. Es una estrategia muy tramposa, aunque a menudo eficaz, querer amistarlas y atribuirles presuntas afinidades y tareas comunes. El león y el cordero no comen ni comerán nunca del mismo plato. Durante algún tiempo, habría convenido en que la poesía se quedara con la parte del león. Sólo que Orfeo se dejó atrapar en la primera emboscada de una guerra que aún no termina. La academia, en complicidad indisimulada con el capital, ha puesto de rodillas a cuanto poeta ha caído en sus adentros. Orfeo tenía que haber rescatado a Eurídice del Hades, es decir, sacarla de ahí, pero al final, y a estas alturas ya de manera voluntaria, el propio poeta se ha hospedado resignadamente en el infierno burocrático de la universidad, desposado con una Eurídice tan muerta y espectral como él. El funeral del poeta se disfraza así de nupcias triunfales. El atuendo del novio consta de un birrete y una toga, y a su lado una Eurídice, resplandeciente como cuenta bancaria nueva, promete engordar con el paso del tiempo, merced a la publicación de artículos por encargo en revistas indexadas, tutorías, acumulación de puntos y otras destrezas harto conocidas.

Nada más opuesto a un poeta que un profesor universitario. Como escribió Borges en su "Arte de injuriar", refiérase uno al autor del Lunario sentimental como el doctor Lugones y al instante desaparece el halo divino del poeta para dar paso a un señor burócrata sin mucho relieve. Alguna vez le oí decir también a un benévolo Subirats, para mitigar la intransigencia de Borges, que a diferencia de los catedráticos yanquis, tecnócratas por excelencia, los profesores de las universidades latinoamericanas aún llevan dentro de sí un poeta, un escritor íntimamente reacio a las teorías literarias colonialistas importadas de Estados Unidos y Europa. Tampoco lo descarto. Pero ha sido justamente esa timidez de poetas de clóset la que ha dado al traste con lo mejor que subsiste en ellos. Concederle razón a Subirats es tanto como asumir que la academia es refugio de poetas avergonzados. Es verdad que todavía se pueden hallar entre los académicos quienes resguarden en su haber curricular algún poemario juvenil. Mas de esa pasada aventura no suele uno enterarse de su boca, menos aún durante su cátedra. Es seguro que sus alumnos no le aprenderán un solo arcano sobre la creación poética; por el contrario, serán éstos quienes evalúen su dominio de la asignatura impartida, denuncien ante la autoridad correspondiente cualquier digresión nostálgica del ex poeta y hasta vigilen la corrección política de sus aseveraciones y comentarios. Salvo muy contadas y plausibles excepciones, en una clase estándar interesa más discutir lo que connotados teóricos han dictaminado sobre un poema y sobre lo que debe ser la poesía, que propiciar una lectura personal del alumno, compensando lo humilde o "impresionista" que ésta parezca con su honestidad, con el mérito de ser fruto de su reflexión y no de la aceptación sumisa de lo que el catedrático le ha sugerido leer en Roman Jakobson o Leo Spitzer. Que, por supuesto, el alumno de Letras tiene la obligación de conocer, pero fundamentalmente, de cuestionar y abordar en todo momento con una mirada crítica, no con automática subordinación. Goza asimismo de amplio consenso entre profesores y alumnos el carácter polisémico y nunca unívoco de los poemas, y no obstante, frecuentemente la academia consigue filtrar su demanda de rigor teórico y metodológico hasta el punto de orillar al estudiante a definir a la "poesía" como una palabra llana, o grave, de cuatro sílabas, dos hiatos, seis letras, tres vocales abiertas, una tónica cerrada con acento ortográfico y dos consonantes. Se me dirá que estoy caricaturizando. Y así es, en efecto. Pero se ha de admitir también que mi paródica definición es una perogrullada irrefutable, exacta y hasta muy bien vista por ciertas teorías que no desdeñan la clasificación y contabilidad de tropos y elementos gramaticales.

La desventura del poeta vergonzante con posgrado alcanza también a las loadas glorias de la tradición literaria. A los llamados clásicos la academia los amansa convirtiéndolos en autoridades paradójicamente desobedecidas. El caso por antonomasia en México es el de Octavio Paz. Sus juicios e ideas sobre la poesía suelen citarse por profesores y alumnos con la suficiencia y vanidad de esgrimistas agradecidos por las múltiples ocasiones que tienen de presumir el brillo de sus floretes. Este deporte académico ha hecho del antaño beligerante Octavio otro maestrito inofensivo. Las espadas sin filo de los esgrimistas universitarios tienen un punto de arresto que deja indemne su ego a la vez que asegura su permanencia en la casa de estudios donde simulan debatir y batirse como intelectuales. El asunto hace gracia: se reverencia a Octavio, pero las tesis e investigaciones de sus admiradores distan mucho de emular el estilo y poder persuasivo de El arco y la lira o la ambición intelectual de Las trampas de la fe. Paz proclamaba adonde iba ser un poeta. Incluso sus ensayos se beneficiaban de esa vocación al bruñir sus análisis y reflexiones con la visión analógica característica de la poesía. No así los doctores, quienes ya no tienen permiso para imitarlo ni tampoco se les adiestra para escribir con la misma calidad literaria. En su caso, cada aseveración ha de justificarse y sostenerse en pies de página rigurosamente calzados con la teoría y el método elegidos con antelación y venia de sus sinodales. En estos tiempos de exigida "honestidad intelectual", no imagino la desdicha y condena de un tesista universitario que tuviera la osadía de repetir aquel célebre desplante de Octavio, cuando respondió a las acusaciones de plagio que le hiciera Salazar Mallén diciendo: "El león come cordero". Hoy en día, cualquier poeta vergonzante asilado en la academia al que se le ocurriera hacer gala de una mordacidad "paciana", perdería en un santiamén la posibilidad de que le vuelvan a abrir las puertas de cualquier universidad. No. El poeta no come académico. Es la tecnocracia la que se tragó nuestra creatividad. Y la prueba más contundente de que Octavio, el poeta, está muerto, es el culto y veneración que le rinde la academia. Su prestigioso magisterio es sólo un espejismo. Los alumnos ya no discuten ni superan al maestro, como ordenaba el adagio. La lírica espada de Orfeo, olvidada de aquella gloriosa aventura entre argonautas en que se proclamó victoriosa, cumple esta vez funciones de machete. Como nosotros, grises macheteros becados que mantenemos limpio y en forma el jardín de Academo, el invicto semidiós de las nueve cuerdas se ha integrado a una grey pastoreada por burócratas que han hecho de la universidad un negocio más, una empresa de escaso éxito que no tarda en desmoronarse.

Este derrumbe no será, desde luego, hazaña de los poetas. Cuando yo era joven, todavía soñaba con un bardo de verdad, inmune a las tentaciones de becas y plazas, un Orfeo genuino que, como Jesús en el templo, según Mateo 26:61, pudiera increpar frente a las puertas de la academia: partiré este edificio en dos y con mayor esplendor lo veréis reconstruido en tres días. Yo entonces fantaseaba comprender y aplaudir el espíritu de aquella invectiva como la necesaria, violenta imposición y dominio de los poetas sobre los doctores. No se me hizo. Ha podido más sobre el espíritu y la vocación de los humanistas el imperativo de medrar, de consolidar un magro prestigio, y en los peores casos, que son los más, de meramente sobrevivir a costa de lo que el capital ordene. En un régimen neoliberal, del todos contra todos, del sálvese quien pueda, de la palmadita en la espalda al emprendedor, en una sociedad cuyo fetiche implacable es el dinero, los departamentos de humanidades, que pudieron constituir la resistencia más honrosa al sistema, salen sobrando toda vez que sus integrantes dedican más tiempo a los trámites burocráticos de rendición de cuentas a CONACYT que a la lectura de libros, una queja por cierto muy frecuente entre integrantes de cuerpos académicos, miembros del SNI y demás directivos de las universidades. "Ya no me queda tiempo de leer ni de escribir", gimotean los doctores en medio de su extenuación. Otros departamentos más pretendidamente científicos, como los de medicina, que solapan la intoxicación del país con transgénicos y fármacos, sí son estratégicos y acaso perduren un poco más. Pero la academia literaria y las facultades de filosofía y letras ya ni siquiera tienen el consuelo de suponerse necesarias por su legitimación del poder. Son los medios masivos de comunicación con su propaganda ramplona los que a este respecto llevan la voz cantante y cumplen con creces esta función. Más de uno sin duda añora el tiempo en que Paz, Monsiváis, Galeano o Fuentes todavía daban la nota opinando acerca de los asuntos de interés nacional y mundial. Esa autoridad ha sido arrebatada por los periodistas, columnistas y otros mecánicos lectores de boletines por televisión. En el menos malo de los casos, se consulta a un supuesto especialista. Y ya ni hablar del poeta. Apenas quiere levantar la voz, a ese extravagante "improductivo" se le manda sin contemplaciones a contar silabitas y rastrear consonancias. "Usted ocúpese de lo suyo, estimado señor".

En este contexto, la academia tiene los días contados. Y será precisamente el sistema económico al que se ha doblegado, el mismo que fácilmente y sin remordimientos prescinda de ella cuando otros asuntos más apremiantes reclamen el presupuesto que hasta la fecha le asigna. Como todos sabemos, en la hora crucial de la carnicería y preparación de la barbacoa, los corderos no hacen los aspavientos agónicos del cerdo y apenas dejan resbalar una o dos lagrimitas mientras los degüellan. Sólo que este símil es demasiado complaciente y hasta inmerecido. Al compararnos con los corderos, doy por hecho que los académicos tenemos vida, y eso descalifica y contradice mi alusión al descenso de Orfeo al infierno. Retomo, pues, la comparación y añado que este gris cementerio nombrado academia será barrido y dejará pronto de ser un instrumento de dominación y adoctrinamiento por la sencilla razón de que ya es innecesario y ningún viso de rebeldía ni subversión habita en sus recintos.

La poesía, sin embargo, le sobrevivirá. No me interesa predecir por cuánto tiempo. Sí quiero dejar en claro que, una vez destruida la academia, confío en una confrontación más heroica de la poesía contra el capitalismo. La poesía es vida, y la vida no se deja apresar en cárceles de ningún tipo, por muy remunerativas, en "prestigio" o monetariamente, que éstas sean. En la difícil libertad de los arrabales, entre una multitud de autodidactas marginados, excluidos del privilegio de la educación universitaria, la poesía pervive como un bastión de dignidad y una apuesta por el humanismo en un mundo con pinta de supermercado, calculador, egoísta y a cada minuto más presto a una tercera gran conflagración.

Hasta aquí no he dicho nada nuevo, nada que no esté, e incluso hasta mejor formulado, en las mientes de cuantos me escuchan. Al confrontar a poetas y académicos como quien opone vida y muerte no he pretendido esperanzarnos en una reivindicativa conspiración de poetas aprisionados en un aula. Creo haber dejado muy claro que la condición de ingreso a la academia es el abandono de la poesía y, por consiguiente, harían falta conspiradores. La sinécdoque belicista en el título de estas líneas ("por una victoria de la lira sobre la toga") tampoco ambiciona estimular entre nosotros, autistas entregados de tiempo completo a un proyecto de investigación, a dinamitar desde su interior la academia o a exiliarnos literalmente de ella con miras a recobrar nuestra añorada creatividad y libertad de pensamiento. No. Es apenas una invitación, una advertencia a no sucumbir al señuelo de una Eurídice que sólo nos complacerá durante dos o cuatro años, o en caso de arraigarnos definitivamente en este invernadero que es la universidad, nos retribuirá a condición de renunciar por siempre a la creación poética y resignarnos a su mero análisis e interpretación.

Evitémoslo. Dado que el egoísmo y otras prioridades nos impiden organizarnos, siquiera a nivel individual impidamos que las prescripciones del doctor en que nos convertiremos se impongan cotidianamente sobre nuestra pluma. Desgastemos y arrojemos a la basura la toga antes que la lira, y que la íntima música de nuestra personalidad no se intimide ni baje su volumen ante las autoritarias reconvenciones de nuestra educación universitaria.

De Orfeo es la victoria. Estoy convencido. Y ya que nosotros, en tanto académicos, no compartiremos con él la gloria del combate, pues no hemos sido adiestrados para tales bravuras, ojalá podamos celebrarle su triunfo como un coro a distancia. Ojalá, tras la desaparición de la academia, ninguno de los hoy presentes tenga que exclamar, a lo Dante, cuán doloroso es acordarse del tiempo de la beca en días de miseria. Tengamos la fortaleza de abandonar en el Hades a esa Eurídice padroteada por burócratas. La musa sólo se entrega a quien la trata con rigor. Platón, ese divino chulo, abandonó y maltrató magistralmente a la poesía, pero ella nunca lo abandonó a él y, hasta la fecha, sigue remunerándolo. "El árbol vuela en el pájaro que lo deja", confirmaba otro experto en estos menesteres. No desaprovechemos esa lección.