LOS PERIODISTAS DE MARIO VARGAS LLOSA
THE JOURNALISTS OF MARIO VARGAS LLOSA
Resumen
En las novelas de Mario Vargas Llosa aparecen de manera recurrente personajes con el perfil de periodistas. Si bien en ocasiones sólo son parte del ambiente, en distintos momentos juegan un papel importante en el desarrollo de la obra, como por ejemplo en Conversación en La Catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977) y La guerra del fin del mundo (1981). Una pregunta que surge al observar esta recurrencia en su obra es conocer la imagen que se proyecta de los periodistas. La respuesta no coincide necesariamente con el concepto de periodista que tiene Mario Vargas Llosa, ya que en la novela se deforman los acontecimientos y se incluyen puntos de vista que no son los del autor debido a que éste atiende ante todo a la verosimilitud de su historia. Este trabajo es una exploración en torno del trabajo narrativo del Nobel peruano sobre la imagen de los periodistas, no sólo de la prensa sino también de la radio, referida a las novelas mencionadas.
Palabras clave: periodistas, periodismo y literatura
Abstract
In Mario Vargas Llosa’s novels appear some characters as journalist. Sometimes they are just part of the environment, but at times they are just an important role in his work’s development, for example, in Conversación en la Catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977) and La guerra del fin del mundo (1981), the perception of these novels does not necessarily converge with what Vargas Llosa thinks about them, since the novel transfigure the events and includes points of view which are not those of the author, who is interested on the verisimilitude of the his stories. These pages explore the journalists as characters, as well as journalism in press and on radio, in some Peruvian Bobel Prize’s novels.
Keywords: journalists, journalism and literature
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Mario Vargas Llosa ha combinado su carrera de escritor con la de colaborador de periódicos, estaciones de radio y de televisión. Su primer empleo, a los 15 años, fue de reportero en el diario limeño La Crónica. En los tres meses que trabajó para ese medio, tuvo la oportunidad de conocer el estilo amanerado de las noticias de aquellos años y a los redactores que la hacían posible, más entregados a las fiestas que a la labor periodística y creativa: "Allí aprendí, en efecto, cuenta en El pez en el agua, lo que era el periodismo […] y por primera y última vez, hice vida bohemia" (Vargas Llosa [en adelante VL], 1993: 203).
Aquellos meses de actividad periodística servirían al novelista durante la composición de Conversación en La Catedral, en cuya trama un estudiante de derecho que deviene reportero lucha por mantener sus convicciones en medio de máquinas de escribir, noticias de asesinados y persecución de rebeldes.
Cuando fue a vivir a Piura, ya había cumplido 16 años. Ahí colaboró en otro periódico, La Industria, en donde escribió reportajes, publicó entrevistas, hizo columnas políticas e incluso hasta poemas.
Después de un breve período en que se desempeñó como oficinista para financiar sus estudios de derecho, fue contratado en Lima como redactor de la revista Turismo. Con el sueldo que ganaba, unos 400 soles por número, recuerda en El pez en el agua, podía comprar cigarrillos y pagar la suscripción de la publicación Les Temps Modernes, de Sartre, y Les Lettres Nouvelles, de Maurice Nadeau. Colaboró para el periódico clandestino Cahuide, una publicación que se propuso divulgar ideas socialistas y denunciar al régimen militar de Odría, al Apra y a los trotskistas. Después fundaría La Democracia, un periódico también crítico pero menos ortodoxo.
En los años en que realizó estudios universitarios, a la par que se enamoraba de Julia, su tía política, se hizo cargo del espacio noticioso de Radio Panamericana, donde conoció el ambiente de la radio y de las radionovelas: "He aprovechado muchos de mis recuerdos de Radio Panamericana en mi novela La tía Julia y el escribidor, donde ellos se entreveran con otras memorias y fantasías y tengo ahora dudas sobre lo que separa a unas y a otras" (VL, 1993: 571).
Poco después, el autor de Los cachorros se instaló en Europa. Eran los inicios de los años sesenta. En París colaboró con Radio Francia Internacional y, a partir de la década siguiente, comenzó a escribir columnas semanales y quincenales para diversos diarios, entre otros El País.
De este modo, puede verse que Vargas Llosa ha estado vinculado con el periodismo toda su vida, ya sea como redactor, jefe de información, columnista, articulista, incluso como entrevistador y conductor de un programa televisivo en Perú, por lo que no resulta extraño que por su narrativa desfilen personajes vinculados con los medios de comunicación.
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En las primeras tres obras de Vargas Llosa (La ciudad y los perros, La casa verde y Los cachorros), la mención de periódicos y periodistas es tangencial. En La ciudad y los perros (1963) apenas se menciona que los viejos profesores prefieren leer periódicos que impartir clases, y que la radio sirve para captar música bailable.
En La casa verde (1966), una novela en donde se entrelazan historias de asesinatos, prostitutas, religiosas, bohemios, aguarunas, bandidos y políticos corruptos, los periódicos son apenas hojas para llevar los "chismes sociales" (VL, 1966: 65) de la sociedad piurana y para dar a conocer los delitos de Fushía, el contrabandista japonés de caucho de la Amazonia. En esta novela, apenas se mencionan periódicos 14 veces, pero como un objeto que hay que enumerar, al igual que las sillas, los sartenes o los libros. En su cuento Los cachorros (1967), la radio sirve para entretener las horas muertas, lo mismo que para escuchar los mambos de Dámaso Pérez Prado.
En cambio, las cuatro obras siguientes exploran los detalles de la figura del periodista.
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De las novelas mencionadas, la que se demora en hacer el retrato más minucioso del periodista es Conversación en La Catedral, que narra a su vez cuatro historias ubicadas durante el gobierno de Manuel Apolinario Odría (1948-1956), una etapa en donde se mantuvo un control estricto de estaciones de radio, revistas, periódicos y agencias de noticias del Perú.
La novela presenta una fehaciente referencialidad: Santiago Zavala es el propio Vargas Llosa. Luis Becerra Ferreira, en la vida real, es Becerrita en la novela, y Carlitos es Carlos Ney Barrionuevo: los tres fueron reporteros de La Crónica.
Zavalita (o Varguitas según el diminutivo que empleó tiempo después Julia Urquidi Llosa, su primera esposa, al publicar Lo que Varguitas no dijo) es un estudiante de derecho, marxista, rebelde y opositor de Odría, quien para no depender del apoyo de su familia burguesa decide meterse a periodista. En esta profesión se ve atrapado por la bohemia y la mediocridad: "Borracheras sin convicción, Zavalita, polvos sin convicción, periodismo sin convicción. Deudas a fines de mes, una purgación, lenta, inexorable inmersión en la mugre invisible" (VL, 2007: 448).
A Vargas Llosa le fue suficiente trabajar tres meses en La Crónica para conocer el ambiente de permanente bohemia en el que desempeñaban su trabajo los reporteros de la época. Conversación en La Catedral tiene ese nombre porque se desarrolla precisamente en la cantina llamada La Catedral, ya que "tenía una puerta grandaza" (Barrionuevo en Méndez, 2009).
Aunque el Premio Nobel peruano parte generalmente de sucesos autobiográficos para desarrollar sus novelas, adapta y deforma siempre los personajes y las circunstancias, como corresponde a todo relato, ya que éste no recurre demasiado a hechos verídicos sino que se basa en principios de verosimilitud. Así, en la vida real se inicia como reportero no para huir de una familia burguesa, como en el relato de marras, sino para ser autosuficiente y alejarse de un progenitor que limita su libertad y le amarga la vida.
En La Crónica, Vargas Llosa conoce a Carlos Ney Barrionuevo, un periodista con aspiraciones de escritor y poeta, quien había leído mucho, sobre todo literatura moderna, y había publicado poemas en el suplemento cultural del periódico (VL, 1993: 2012). Rápidamente se convierte en su "director" literario:
Mi educación literaria debe a Carlitos Ney más que a todos mis profesores de colegio y que a la mayoría de los que tuve en la universidad. Gracias a él conocí algunos de los libros y autores que marcarían con fuego mi juventud -como el Malraux de La condición humana y La esperanza, los novelistas norteamericanos de la generación perdida, y sobre todo Sartre, de quien, una tarde, me regaló los cuentos de El muro, en la edición de Losada prologada por Guillermo de Torre.
Pero, más aún que aquello que me hizo leer, debo a mi amigo Carlos Ney, en esas noches de bohemia, haberme hecho saber todo lo que yo desconocía sobre libros y autores que andaban por ahí, en el vasto mundo, sin que yo hubiera oído siquiera decir que existían y haberme hecho intuir la complejidad y riqueza de que estaba hecha esa literatura que para mí, hasta entonces, eran apenas las ficciones de aventuras y algunos cuantos poetas clásicos o modernistas (VL, 1993 : 213).
De este modo, Carlitos figura en la novela como ese escritor apasionado, gran lector de literatura, atrapado en un oficio lastimoso, como Vargas Llosa deja ver en sus novelas que es el periodismo. En El pez en el agua, al referirse a Carlos Ney dice que por su sensibilidad e inteligencia esperaba que publicara algún libro de poemas donde revelara el enorme talento que parecía ocultar:
Pues la verdad es que, como a Carlitos Ney, he visto a otros amigos de juventud, que parecían llamados a ser los príncipes de nuestra república de las letras, irse inhibiendo y marchitando, por esa falta de convicción, ese pesimismo prematuro y esencial que es la enfermedad por excelencia, en el Perú, de los mejores, una curiosa manera, se diría, que tienen los que más valen de defenderse de la mediocridad, las imposturas y las frustraciones que ofrece la vida intelectual y artística en un medio tan pobre (VL, 1993: 214).
Tanto el personaje de la novela como el personaje en la vida real se sumergen en la vorágine de la nota diaria, de las prisas cotidianas y de los conflictos particulares -y a veces tan baladíes- del periodismo. Y por ese camino marcha Zavalita, siempre con el deseo de regresar a la universidad, de concluir su carrera de abogado, de hacer algo trascendente, pero presionado ante las demandas constantes de información del periódico y las exigencias de su mujer.
Becerrita, por el contrario, encuentra su realización en el periodismo. Lo suyo es la nota roja, la noticia truculenta, de descuartizados, ahorcados y mujeres de los bares y los prostíbulos: "Becerrita se levantaba, vivía y se acostaba entre asesinatos, robos, desfalcos, incendios, atracos; hacía un cuarto de siglo que vivía de historias de pichicateros, ladrones, putas, cabrones" (VL, 2007: 408).
El personaje en el mundo real se llamó Luis Becerra Ferreira, y de acuerdo a El pez en el agua, poco le tuvo que agregar Vargas Llosa para convertirlo en protagonista de la novela: tenía unos "ojitos ácidos y granulados, en desvelo perpetuo, sus ternos replanchados y brillantes, hediondos a tabaco y sudor, de solapas llenas de lamparones y el nudo microscópico de su corbata grasienta" (VL, 1993: 206).
Con esa estampa, dice el autor de La orgía perpetua, era fácil adivinar que el jefe de la página policial era un ciudadano del infierno. Era adulado y temido en los burdeles "porque una noticia escandalosa en La Crónica significaba la multa o el cierre del local" (VL, 1993: 207). Por eso tampoco pagaba en las cantinas. El propio Ney recordó en una entrevista para Caretas que en las giras etílicas a las que acompañó al jefe de la sección de policía nadie le cobraba: "Todas gritaban de emoción y llenaban de besos a Becerrita. Lo idolatraban. Me llevó a la segunda, a la tercera, a la séptima cuadra. Ninguna le cobraba. Ni siquiera el maricón Carlota. ¡Becerrita! gritaba y lo chupeteaba" (Méndez, 2009).
Para el historiador Juan Gargurevich, el Becerrita canallesco de La conversación en La Catedral poco tiene que ver con el periodista de carne y hueso: "Luis Becerra Ferreira fue un estupendo cronista de notas rojas y no supo medrar el dolor ajeno, como supuestamente, y con nombre propio lo pinta Vargas Llosa" (Gargurevich, 2005: 88).
Milton Von Hesse es Milton en la novela y víctima favorita del jefe de policiales. Becerra hacía chistes a su costa y lo perseguía, pistola en mano, por toda la oficina: "Una de aquellas veces, ante el espanto general, se le escapó un tiro que fue a incrustarse en las telarañas del techo de la redacción", escribe Vargas Llosa en sus memorias (VL, 1993: 203).
De acuerdo a Gargurevich, Milton se ofendió por la novela (2005: 85) y lo externó a través de un artículo que publicó con el seudónimo de Enrique Elías B. Su enfado se debió quizá a que en Conversación sólo aparece en bulines y cantinas.
Maldonado (Alfonso Delboy) y Norwin (Norwin Sánchez Genie) tienen igual suerte en la novela: pasan el tiempo libre entre piscos y cervezas. Por su parte, el fotógrafo Periquito (Félix Dávila), en medio de la bohemia, dispara flashazos a cadáveres destrozados y ahorcados. Su cámara está hecha para la sangre, para el morbo y para el espectáculo violento.
El director de La Crónica, el señor Vallejo, y el subdirector, Arispe, pertenecen a otro mundo. No conviven en los bares con los reporteros. Están dedicados a revisar los textos y a vigilar que el diario se publique puntualmente.
Vallejo es un hombre enraizado en la realidad y diferente de los periodistas bohemios, "muy manso, muy cándido, muy correcto" (VL, 2007: 254). El periodismo, para él, es una profesión que requiere dedicación, es la peor pagada y "la que da más amarguras, también" (VL, 2007: 250).
Se encarga de instruir a Zavalita, reportero novato, con las "w" básicas del periodismo y la estructura de la pirámide invertida:
Todos los datos importantes resumidos en las tres primeras líneas, en el lead -dijo amorosamente el señor Vallejo-. O sea: dos muertos y cinco millones de pérdidas es el saldo provisional del incendio que destruyó anoche gran parte de la Casa Wiese, uno de los principales edificios del centro de Lima; los bomberos dominaron el fuego luego de ocho horas de arriesgada labor. ¿Ve usted?
(…) Después ya puede colorear la noticia -dijo el señor Vallejo-. El origen del siniestro, la angustia de los empleados, las declaraciones de los testigos, etcétera (VL, 2007: 250).
Carlitos, conocedor de los bajos fondos y de la realidad del periodismo limeño, le aclara a Zavalita que la verdadera condición para ser periodista no es saber qué es el lead, "sino ser canalla, o por lo menos saber aparentarlo" (VL, 2007: 254).
Un periodismo así, entrampado en la mediocridad, es profesión apta para rufianes. Los escasos hombres con valores que creen en ella sucumben ante la insolencia, la rutina y el control informativo del Estado. "El periodismo no es una vocación sino una frustración" (VL, 2007: 277), dice Carlitos.
-¿Y por qué no has dejado el periodismo? -dijo Santiago. Has podido buscar otra cosa.
-Entras y no sales, son las arenas movedizas -dijo Carlitos, como alejándose o durmiéndose-. Te vas hundiendo, te vas hundiendo. Lo odias pero no puedes librarte. Lo odias y, de repente, estás dispuesto a cualquier cosa por conseguir una primicia. A pasarte las noches en vela, a meterte en sitios increíbles. Es un vicio, Zavalita (VL, 2007: 288).
Arispe es el que manda, el que entrega órdenes de información, el que dispone de los espacios en el periódico y el que jerarquiza. De acuerdo con Juan Gargurevich, en la vida real, Arispe fue Gastón Aguirre Morales, "un caballero sin tacha; era un hombre de múltiples respetos tanto a sus subordinados como a sus directores" (Gargurevich, 2005: 89). Se dirigía a sus reporteros con un "mi señor".
Y ese "mi señor" aparece como estribillo en la obra. Cada orden, Arispe las cierra con un "mi señor".
Aunque Vargas Llosa altera los datos biográficos de sus modelos para convertirlos en habitantes creíbles de la ficción, los periodistas de La conversación en La Catedral guardan gran semejanza con los de la vida real, quizá porque no había muchos cambios que hacer a un periodismo acomodaticio con el poder y sumergido en los vicios y en la bohemia.
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En el relato La tía Julia y el escribidor, Vargas Llosa rinde homenaje a las radionovelas. La estructura misma del libro presenta las características básicas de ese género radiofónico -suspensos tremebundos, grandilocuencia, melodrama- que tuvo una extraordinaria audiencia en Hispanoamérica entre la década de los cuarenta y la de los setenta del siglo anterior.
Las mujeres se enamoraban de las voces de los actores y los hombres de la de las actrices, porque éstos no sabían que detrás de aquella voz dulce, apasionada y angelical estaba una mujer madura o porque aquéllas ignoraban que aquel timbre de voz grave del hombre fuerte pertenecía en realidad a un artista diminuto y enclenque:
Actrices y actores declinantes, hambrientos, desastrados, cuyas voces juveniles, acariciadoras, cristalinas, diferían terriblemente de sus caras viejas, sus bocas amargas y sus ojos cansados. "El día que se instale la televisión en el Perú no les quedará otro camino que el suicidio", pronosticaba Genaro-hijo, señalándolos a través de los cristales del estudio, donde, como en una gran pecera, los libretos en las manos, se los veía formados en torno al micro, dispuestos a empezar el capítulo veinticuatro de "La familia Alvear". Y, en efecto, qué decepción se hubieran llevado esas amas de casa que se enternecían con la voz de Luciano Pando si hubieran visto su cuerpo contrahecho y su mirada estrábica, y qué decepción los jubilados a quienes el cadencioso rumor de Josefina Sánchez despertaba recuerdos, si hubieran conocido su papada, sus bigotes, sus orejas aleteantes, sus várices. Pero la llegada de la televisión al Perú era aún remota y el discreto sustento de la fauna radioteatral parecía por el momento asegurado (VL, 2010: 8-9).
Intercalados con la historia principal sobre sus amores con la tía Julia, su boda y los diversos trabajos en su etapa estudiantil, Vargas Llosa presenta varios relatos que podrían funcionar como radionovelas: un sacerdote que lo resuelve todo a puñetazos, una muchacha que es embarazada por su propio hermano y un padre que es castigado a golpes por sus hijas.
Las radionovelas son el telón de fondo ante el que discurre la vida nacional y la vida privada. Sus abuelos, sus tías y hasta el presidente de la república, Manuel Odría, siguen con apasionamiento los dramas diarios de Radio Panamericana, donde el narrador elabora cortes o boletines informativos de cinco minutos.
Desde su oficina de Radio Panamericana, el periodista observa el entusiasmo contagioso de las personas por los radioteatros importados de Cuba, el gran exportador de historias melodramáticas radiales, como El derecho de nacer, que hizo llorar a miles de latinoamericanos.
Sospechaba que los radioteatros se importaban, pero me sorprendí al saber que los Genaros no los compraban en México ni en Argentina sino en Cuba. Los producía la CMQ, una suerte de imperio radiotelevisivo gobernado por Goar Mestre […]. Había oído hablar tanto de la CMQ cubana a locutores, animadores y operadores de la Radio -para los que representaba algo mítico, lo que el Hollywood de la época para los cineastas- que Javier y yo, mientras tomábamos café en el Bransa, alguna vez habíamos dedicado un buen rato a fantasear sobre ese ejército de polígrafos que, allá, en la distante Habana de palmeras, playas paradisíacas, pistoleros y turistas, en las oficinas aireacondicionadas de la ciudadela de Goar Mestre, debían de producir, ocho horas al día, en silentes máquinas de escribir, ese torrente de adulterios, suicidios, pasiones, encuentros, herencias, devociones, casualidades y crímenes que, desde la isla antillana, se esparcía por América Latina, para, cristalizado en las voces de los Lucianos Pandos y las Josefinas Sánchez, ilusionar las tardes de las abuelas, las tías, las primas y los jubilados de cada país (VL, 2010: 9).
En 1955, año en que Vargas Llosa ubica su historia, Radio Panamericana tiene 24 meses de vida y está experimentando con su programación: presenta programas en vivo, espacios musicales, noticiarios, cortes informativos y, por supuesto, radioteatros.
Con la libertad que le permite la novela, el autor llega a decir que los guiones de las radionovelas los compraba Genaro Delgado y su hijo, también de nombre Genaro -los dueños de Panamericana- a CMQ de La Habana por kilogramos, porque era una medida menos tramposa que la del número de páginas o de palabras:
Pero este sistema creaba problemas. Los textos venían plagados de cubanismos, que, minutos antes de cada emisión, el propio Luciano y la propia Josefina y sus colegas traducían al peruano como podían (siempre mal). De otro lado, a veces, en el trayecto de La Habana a Lima, en las panzas de los barcos o de los aviones, o en las aduanas, las resmas mecanografiadas sufrían deterioros y se perdían capítulos enteros, la humedad los volvía ilegibles, se traspapelaban, los devoraban los ratones del almacén de Radio Central. Como esto se advertía sólo a última hora, cuando Genaro-papá repartía los libretos, surgían situaciones angustiosas. Se resolvían saltándose el capítulo perdido y echándose el alma a la espalda, o, en casos graves, enfermando por un día a Luciano Pando o a Josefina Sánchez, de modo que en las veinticuatro horas siguientes se pudieran parchar, resucitar, eliminar sin excesivos traumas, los gramos o kilos desaparecidos (VL, 2010: 10).
En ese escenario de radionovelas, con un público de apetito insaciable por el género, Genaro hijo descubre en La Paz, Bolivia, a Pedro Camacho, un prodigioso guionista de radioteatros.
Lo lleva a Lima, en donde el "boliviano y artista", como gusta presentarse el escribidor, crea diversas radionovelas de éxito. Radio Panamericana se llena entonces de historias ambientadas en Perú que conquistan a las audiencias y llevan al estrellato a Camacho, pero el artista, quien dice que no trabaja por la gloria, sino por amor al hombre, rehúye a las multitudes, a los autógrafos y a las entrevistas, lo cual se hace patente con un cartel colocado en su cubículo escrito por él mismo: "No se reciben periodistas ni se conceden autógrafos. ¡El artista trabaja! ¡Respetadlo!" (VL, 2010: 95).
El escribidor se dedica completamente a lo suyo, escribe todo el día, sin descansos, con apenas unas horas libres los domingos, para no distraerse de sus creaciones artísticas. Se sabe hecho para la inmortalidad y mantiene un desprecio inocultable hacia el público:
La poligrafía local ha comenzado a atosigarme, y si no les pongo un párale, pronto habrá colas de oyentes por ahí -señaló como quien no quiere la cosa hacia la Plaza San Martín-, pidiendo fotografías y firmas. Mi tiempo vale oro y no puedo perderlo en necedades (VL, 2010: 95).
Tantas horas dedicadas a la escritura llevan a Pedro Camacho a mezclar los personajes. Les cambia de identidad. Los mata. Los hace resurgir sin previo aviso. Finalmente, el cataclismo: todos mueren descarrilados o en terremotos infinitos.
El escribidor habita un mundo de ficción. Es la burla, junto con la radioemisora, de los periodistas rivales y hasta del propio auditorio. No queda otro remedio que encerrarlo en un manicomio y, para recuperar al público de los lagrimones, volver a los guiones cubanos, adquiridos por kilogramo.
Camacho, en las últimas páginas de la novela, es una persona avejentada que no recuerda su época de gloria en la radio y que sobrevive como datero, es decir como recogedor de información sobre heridos y asesinados para que los redactores puedan armar notas con sangre.
En los años setenta, las radionovelas, radioteatros y seriales radiales dejarían su reinado precisamente a las telenovelas y a las series televisivas. Muchas de esas radionovelas, como La indomable o El derecho de nacer se transformarían en telenovelas con una pléyade de estrellas que inundaría el firmamento televisivo.
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Germán Láudano Rosales, el Sinchi, es un periodista de radio grandilocuente, zarrapastroso, cursi, chantajeador y subastador de elogios patológicos. Él mismo se describe como el "Terror de autoridades corrompidas, azote de jueces venales, remolino de la injusticia, voz que recoge y prodiga por las ondas las palpitaciones populares" (VL, 2006: 124).
El Sinchi representa los valores opuestos a los de Pantaleón Pantoja, el capitán de intendencia encargado de establecer en La Amazonia un burdel para la tropa del Ejército peruano, que en términos militares recibe el nombre de Servicio de Visitadoras para Guarniciones, Puestos de Frontera y Afines (SVGPFA).
Metódico, honrado y disciplinado, Pantoja convierte el Servicio de Visitadoras -Pantilandia, lo llaman las prostitutas- en un modelo de eficiencia y organización de entretenimiento para adultos.
El éxito implica obstáculos y éstos surgen del propio ejército, en especial de un capellán militar, del pueblo de Iquitos y de los medios de difusión con participación sobresaliente del locutor y conductor del programa La Voz del Sinchi, de Radio Amazonas.
Una empresa con tantos frentes de combate empieza a marchar a la deriva. El Sinchi vertebra el primer ataque. Busca a Pantaleón Pantoja para ofrecerle "sus servicios" publicitarios a Pantilandia, porque "si yo le pongo la puntería, el Servicio de Visitadoras no dura una semana y usted tendrá que salir pitando de Iquitos. Es la triste realidad, mi amigo" (VL, 2006: 125).
Amenazas, chantajes y elogios son los recursos del Sinchi, porque su programa, reitera, tiene una fuerza ciclónica que "tumba jueces, subprefectos, matrimonios, lo que ataca se desintegra. Por unos cuantos miserables soles, estoy dispuesto a defender radialmente al Servicio de Visitadoras y a su cerebro creador. A dar la gran batalla por usted" (VL, 2006: 126).
Pantaleón Pantoja no se arredra y despide al Sinchi a empellones. "Oiga, no se suicide, no sea inconsciente, yo soy un superhombre en Iquitos (…). Suéltenme, qué significa esto, oiga, se va a arrepentir, señor Pantoja, yo venía a ayudarlo. ¡Yo soy su amigoooo!". Y la respuesta contundente del capitán de intendencia: "Prefiero los problemas antes que ceder a un sucio chantaje" (VL, 2006: 127).
Comienza entonces la cruzada por el progreso y la moralidad de Iquitos desde los micrófonos de La Voz del Sinchi. Ataca a Pantaleón Pantoja y a sus "hetairas", "mujerzuelas desvergonzadas" o simplemente "prostitutas para no hablar con eufemismos" porque agravian "lo más santo que existe, como son la familia, la religión y los cuarteles de los defensores de nuestra integridad territorial y de la soberanía de la Patria" (VL, 2006: 171).
Las críticas desaparecerían mediante el pago puntual al Sanchi. Así, si Pantaleón colaborara con una cuota, en lugar de arremeter en contra del Servicio de Visitadoras, justificaría que el Ejército peruano tuviera un pasatiempo y desfogue, pues nadie puede vivir "en castidad viuda". El Sinchi pide -exige- que condecoren al capitán de intendencia con la Orden del Sol. Las razones: "Por la encomiástica labor que realiza en procura de la satisfacción de las necesidades íntimas de los centinelas del Perú" (VL, 2006: 213).
Con la desaparición del Servicio de Visitadoras y el traslado de Pantaleón Pantoja a la guarnición de Pomata, el Sinchi se queda sin mecenas: "ya no hay a quien defender y nadie me afloja ni medio -se golpea la barriga, se tuerce, retuerce, chasquea la lengua el Sinchi-. Hay una conspiración general para que me muera de hambre" (VL, 2006: 280).
El Sinchi simboliza al periodista que emplea el micrófono para difamar, pero que está dispuesto a revertir sus críticas y hacer elogios hasta la abyección mediante la entrega periódica de dinero.
Vargas Llosa recuerda con humor en El pez en el agua que cuando realizaba su campaña presidencial en Loreto, Perú, el gobierno utilizó su obra Pantaleón y las visitadoras para decir que había ofendido a la mujer loretana con aquel prostíbulo militar, y lo peor, escribe, fue que su defensor en la única radio de oposición de la ciudad era un locutor parecido a su personaje del Sinchi quien creyó "que la mejor manera de hacerlo era mediante una apasionada apología de la prostitución, a la que dedicó varios programas" (VL, 2006: 115).
El Sinchi pertenece a una enorme legión de periodistas que sobrevive en muchas estaciones de radio regadas por nuestro continente.
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No es gratuito que el periodista que cubre la matanza de Canudos en La guerra del fin del mundo sea miope, y que en el momento más sangriento, no pueda ver nada porque se han roto sus anteojos.
Con este personaje, Vargas Llosa presenta una idea cifrada: el periodista, por más que se esfuerce por comprender la realidad, ofrecerá siempre una versión parcial de los hechos, una versión muchas veces miope de la realidad que habita. Una vez que se han roto sus lentes, tiene que ver a través de los ojos de los otros para contar "su verdad". El periodista puede ver a través de una mujer y de un enano. Completa su cuadro con la imaginación: "Pero aunque no las vi, sentí, oí, palpé, olí las cosas que pasaron -dijo el periodista-. Y, el resto, lo adiviné" (VL, 1981: 269).
Es la caricatura del periodista. Un espantapájaros mal vestido. Desgarbado. Flaco. Miope. Con lentes de fondo de botella que, para colmo, toma notas con una pluma de ganso, lo que provoca la burla de sus compañeros, ya que emplea una antigualla. De joven, admiraba a Víctor Hugo, deseaba ser dramaturgo y convertirse en el Óscar Wilde de Brasil (VL, 1981: 267). Era medio bohemio; hablaba muy mal del periodismo, pero pertenecía a la profesión de "la chismografía, la infidencia, la calumnia, el ataque artero" (VL, 1981: 163).
A diferencia de Conversación en la Catedral en que los periodistas tienen nombres, del miope y de sus cinco colegas que lo acompañan en La guerra del fin del mundo ni siquiera se sabe su nombre. La baronesa, que quiere saber el nombre de ese "joven tan original", no encuentra la respuesta.
Canudos fue una guerra mediática. Los periódicos más importantes de Brasil enviaron a sus corresponsales, muchos de los cuales eran a un tiempo combatientes como sucedió con Euclides da Cunha quien aparte de sus crónicas periodísticas escribió el libro más memorable de esa incursión militar: Los sertones.
Después de Canudos, todos piensan que el miope ha muerto, pero no es así. Es uno de los siete sobrevivientes, sólo que en esos cuatro meses ha envejecido una década. El joven sin garbo que se marchó, regresa convertido en un viejo débil, achacoso y, para colmo, enamorado.
La guerra de Canudos, dice el miope, fue un malentendido general. Y él mismo contribuyó a la confusión, por eso se ha propuesto aclarar lo que realmente pasó en Belo Monte y, sobre todo, sacarlo del olvido, porque considera que en tan solo tres años ya nadie se acuerda de ese enfrentamiento cruel.
Los periódicos contaron una historia parcial de los acontecimientos. Por eso, dice el periodista, lo importante de las crónicas de Canudos no se cifra en lo que dicen, "sino en lo que sugieren, lo que queda librado a la imaginación" (VL, 1981: 313). El barón de Cañabrava le pregunta: "¿era de veras tan ingenuo para creer que lo que se escribe en los periódicos es cierto?" (VL, 1981: 313).
Pese a esa miopía, casi ceguera, cuando el periodista comprende los verdaderos intereses y las injusticias cometidas en Canudos renuncia al Jornal de Noticias, quiere ser congruente porque ahí, en medio de la guerra, ha vivido una expiación de su pasado y se ha visto recompensado con el amor de una mujer.
Le propone al barón escribir para su periódico la verdadera historia de Canudos, pero el Barón que ha perdido la mitad de su hacienda y a su mujer por culpa de la guerra, le dice que lo mejor es que se olvide, que no vale la pena traer recuerdos dolorosos del pasado.
Convertido en periodista honrado, con deseos de contar su verdad, el miope se ve en la imposibilidad de hacerlo por falta de espacio. Sabe que en Canudos se cometieron crímenes, más de veinte mil, que no deben olvidarse; pese a la invitación del Barón, su interlocutor, de que ya no vuelva a hablar más de ese enfrentamiento militar en donde todo Brasil ha perdido, el periodista se muestra inconforme y dice que no permitirá que se olvide esa injusticia.
¿Cómo lo logrará?, rebate el Barón de Cañabrava. "De la única manera que se conservan las cosas -oyó gruñir al visitante-. Escribiéndolas".
Con esta decisión, el miope pasa de escribidor de periódicos a escritor de la memoria de un país, porque Canudos no es una historia, "sino un árbol de historia", sentencia (VL, 1981: 345).
La rebeldía, el deseo de escribir el relato más cercano a la verdad, llevan al miope a contar esa historia pero en un libro, un libro que, según el barón, no escribirá jamás (VL, 1981: 400).
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Después de La guerra del fin del mundo, Mario Vargas Llosa publicó Historia de Mayta (1984) y ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986). En La historia de Mayta, apenas se mencionan los periódicos, la radio y la televisión; simplemente se les califica como medios para difundir las mentiras del poder. En ¿Quién mató a Palomino Molero?, no obstante, la historia escabrosa del asesinato del joven aviador, enamorado y trovador, Vargas Llosa deja a un lado a los periodistas. Los ejemplares de periódicos solo sirven para ahuyentar las moscas y el calor.
En la novela siguiente, El hablador, Vargas Llosa vuelve a referirse al periodismo. En esta ocasión narra los desvelos y trabajos que pasa un productor y conductor de televisión. Dice que, ya con fama, fue invitado a hacerse cargo de un espacio televisivo en Lima. Así, el novelista experimenta durante seis meses el azaroso trabajo de abordar diversos temas sociales o culturales desde un punto de vista divertido. Pronto descubre que su actividad no puede concentrarse en lo creativo sino también enfrentarse a trámites administrativos que tienen que ver con que el chofer esté a tiempo con su vehículo y en buenas condiciones o que el equipo de grabación se halle completo y con cintas suficientes.
El equipo técnico del canal es desastroso. La grabadora, el monitor, los reflectores y la cámara funcionan con intermitencias, y en esas condiciones debe producir una hora de programa semanal.
Después de haber pasado por aquella experiencia, cuando me ocurre, alguna vez, ver en la televisión un programa bien grabado y editado, ágil, original, mi admiración no tiene límites. Porque sé que, detrás de eso, hay mucho más que empeño y talento: hechicería, milagro. Algunas semanas, luego de haber visionado la edición del programa una última vez, en busca del retoque final, nos decíamos: "Bueno, por fin salió redondo". Y, sin embargo, ese domingo, en la pantalla del televisor, desaparecía el sonido, la imagen daba volantines, irrumpían baches… ¿Qué se había "jodido" esta vez? Que el técnico de guardia, encargado de pasar las cintas, se había emborrachado o dormido, apretado el botón incorrecto o programado todo al revés… Para quien tiene una manía perfeccionista en su trabajo, la televisión es riesgosa, causa de infinitos desvelos, taquicardia, úlcera, ataque al corazón… (VL, 1987: 135).
Es posible que Vargas Llosa, con su imaginación de novelista, exagere las condiciones en que desarrolló el programa La Torre de Babel, pero tampoco está muy lejos de la realidad. Productores, conductores o reporteros de televisión han experimentado las dificultades técnicas y administrativas de sus actividades cotidianas en un medio electrónico.
Es cierto que actualmente por el abaratamiento y modernización de los equipos de grabación, gran parte de las dificultades técnicas han disminuido, pero el trabajo colectivo -que debe necesariamente efectuarse- sigue complicando mucho la realización de un buen programa de televisión.
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En las novelas publicadas en el período que va de 1988 a 2013, Vargas Llosa no se ocupó de personas vinculadas con el periodismo, si bien con frecuencia hablaba de estaciones de radio, de canales de televisión, de periódicos, incluso de redes sociales y de blogs.
En Elogio de la madrastra (1988) y en Los cuadernos de don Rigoberto (1997) -las noverlas más eróticas del nobel peruano, por lo demás- los periódicos, la radio, la televisión y el cine son artículos de consumo de los protagonistas, que mantienen una especial preferencia por los libros. La televisión es para ver noticiarios y algún programa o película salvable, como Senso, de Luchino Visconti.
Los protagonistas de Travesuras de la niña mala, metidos en aventuras y desventuras, utilizan los diarios para saber qué pasaba con sus correligionarios y con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Vargas Llosa se da tiempo para revivir los recelos que tenían muchos intelectuales de los años sesenta por la televisión, a la que criticaban severamente por considerarla "anticultural".
En Lituma en Los Andes (1993), los periódicos son artículos de consumo lejanos, que llegan rara vez a las minas y a las montañas perdidas del Perú. La radio, de tartamudeos metálicos, emite boleros, rock, música andina y del trópico. En esas soledades, sin comunicación con el mundo, Lituma y su asistente Carreñito tratan de desentrañar la misteriosa desaparición de tres hombres.
Rafael Leónidas Trujillo, de La fiesta del Chivo, emplea los periódicos, las estaciones de radio y de televisión para calumniar y desprestigiar a sus enemigos políticos. Da incluso información a la columna Foro Abierto, del periódico El Caribe, para sentenciar a empresarios, religiosos o funcionarios. Ahí leen muchos dominicanos su condena y su destino.
En El paraíso en la otra esquina (2003) y en El sueño del celta (2010), los periódicos son parte del ambiente. Flora, personaje femenino de la historia, conoce a periodistas porque pertenecen a la intelectualidad en que se mueve, y Roger Casement los busca para difundir sus ideas antiesclavistas e independentistas.
En Travesuras de la niña mala aparece la televisión recién llegada al Perú; en El héroe discreto (2013), los enredos de la boda del rico empresario con su sirvienta se difunden a través de "las redes sociales y los blogs" (VL, 2013: 190). El protagonista, después de ser amenazado por un grupo criminal, se vuelve famoso por su heroísmo al no ceder al chantaje. Pero él no quiere esa celebridad: "No sabe usted lo horrible que es volverse conocido, salir en los periódicos y en la televisión, que a uno lo señale la gente en la calle" (VL, 2013: 390), dice en una pausa de su viaje a Europa, en donde desea olvidar la fama no buscada.
En estas ocho novelas, las más recientes en la producción de Vargas Llosa, siguen apareciendo los medios de difusión. Los protagonistas leen periódicos para enterarse de la situación política o para saber qué ha pasado con sus correligionarios; escuchan música o noticiarios en la radio o en la televisión, y hasta se dan tiempo de consultar las redes sociales. El mundo de imaginación y de creación del narrador peruano en sus novelas, estaría incompleto sin la presencia de los medios y de esos personajes tan odiados y amados como son los periodistas.
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En las 17 novelas publicadas por Mario Vargas Llosa existen referencias a los medios de difusión, pero en cuatro de ellas, los periodistas, periódicos y programas de radio resultan fundamentales. En Conversación en La Catedral, la arquitectura narrativa se traza desde la mirada de Zavalita, un personaje atrapado en la mediocridad del periodismo; en La tía Julia y el escribidor, Vargas Llosa rinde homenaje a las radionovelas, no sólo con el tema sino también con las historias intercaladas, llenas de dramatismo, propias del radioteatro; en Pantaleón y las visitadoras está el periodista radiofónico, folclórico y corrupto, que con sus amenazas aporta una información relevante de la trama, mientras que en La guerra del fin del mundo la voz del periodista miope, el único junto con Antonio Conselheiro que está presente en toda la novela, permite comprender las injusticias cometidas en Canudos.
Los periodistas en la narrativa de Vargas Llosa son personas derrotadas o corrompidas. Los primeros están ahí en espera de lograr un sueño, de escribir un libro o de terminar una carrera universitaria; los segundos han encontrado en las páginas de los periódicos o en las emisiones de la radio un medio para obtener recursos a través del chantaje y de la amenaza.
En este universo literario, el periodismo es una actividad poco alentadora. Se está con los mediocres o se está con los corruptos, ya que esta profesión aprisiona y concede pocas libertades. Además, las condiciones en que se desarrolla dejan poco a la creatividad.
Los periodistas en el universo novelesco de Vargas Llosa quisieron ser escritores, poetas, historiadores o abogados y terminaron de escribidores. Los sueños y las aspiraciones de trascender en la escritura están perdidos en las salas de redacción de los periódicos, en las estaciones de radio y en los canales de televisión. En estos lugares predominan los alucinados como Camacho, el guionista de radionovelas; Becerrita, el persecutor de víctimas sangrientas, o el Sinchi, sableador de políticos, militares y regenteadores de prostíbulos.
En suma, los periodistas aparecen una y otra vez en la obra de Vargas Llosa. A veces son protagonistas fundamentales, en otras marginales, pero siempre están ahí para acompañar o contar la historia, que si bien no siempre corresponde puntualmente a la realidad, siempre se le asemeja.
Bibliografía
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GARGUREVIC, Juan (2005). Mario Vargas Llosa, reportero a los 15 años. Perú: Pontificia Universidad Católica del Perú.
URQUIDI Llosa, Julia (1983). Lo que Varguitas no dijo. Perú: Khana Cruz.
VARGAS LLOSA, Mario (1981). La guerra del fin del mundo. México: Editorial Seix-Barral.
_______ (1984). Historia de Mayta. Barcelona: Seix Barral.
_______ (1985). La ciudad y los perros. Barcelona: Editorial RBA.
_______ (1986). Los cachorros. Barcelona: Seix Barral.
_______ (1987). El hablador. Barcelona: Seix Barral.
_______ (1988). Elogio de la madrastra. Barcelona: Tusquets.
_______ (1993). Lituma en los Andes. Madrid: Planeta.
_______ (1994). ¿Quién mató a Palomino Molero? Madrid: Editorial RBA.
_______ (1997). Los cuadernos de don Rigoberto. Barcelona: Tusquets.
_______ (2000). La fiesta del Chivo. Madrid: Grupo Santillana.
_______ (2003). El paraíso en la otra esquina. Madrid: Alfaguara.
_______ (2005). La casa verde. México: Alfaguara.
_______ (2006). Travesuras de la niña mala. Madrid: Alfaguara.
_______ (2006). Pantaleón y las visitadoras. Madrid: Punto de Lectura.
_______ (2007). Conversación en La Catedral. Madrid: Punto de Lectura.
_______ (2010). La tía Julia y el escribidor. Madrid: Alfaguara
_______ (2011). El sueño del celta. Madrid: Alfaguara.
_______ (2013). El héroe discreto. Madrid: Alfaguara.
Hemerografía
MENESES, Carlos (abril-septiembre 1983). "La visión del periodista, tema recurrente en la obra de Vargas Llosa". Revista Iberoamericana, pp. 523-529.
MÉNDEZ, Carlos (2009, 29 de noviembre). "Carlos Ney Barrionuevo: leyenda del periodismo policial y personaje de Conversación en La Catedral." Revista Careta.