Inicio este ensayo con las palabras de Maura Lilia Gómez, una joven tsotsil de San Juan Chamula, estudiante de la Universidad Autónoma de Chiapas, sobre la actitud de sus familiares y otros paisanos respecto a
las noticias del coronavirus que llegaron a ese pueblo, situado en los altos de Chiapas, a diez kilómetros de San Cristóbal de las Casas. He aquí lo que dijo:
“Un día, caminaba rumbo a la iglesia sobre un sendero a cuyas orillas dos niños jugaban. Al pasar junto a ellos, escuché que uno decía al otro: “A mi papá le dijeron que pondrían velas en los cerros para tapar la enfermedad de la que
hablan los kaxlanes (personas no indígenas). Cuando llegué a la iglesia, mis hermanos permanecían sentados en el piso, esperando que papá acabara de acomodar las velas. Observé que había inquietud en sus rostros por lo que se decía
del coronavirus. Me dijeron que las velas ya estaban acomodadas y que debíamos arrodillarnos para que papá empezara a rezar. Papá inició su plegaria: pidió por él, por mi mamá, por sus diez hijos y por sus escasos tres nietos;
rezó también para que la pandemia no nos alcanzara; pero si ocurría lo contrario, se encomendaba sin miedo a la voluntad del santo, pues los chamulas le temíamos más a él que a esta enfermedad. Nos inclinamos tres veces ante el
santo para pedir su intervención en favor de nuestra familia; al acabar de rezar nos sirvieron el trago y el refresco; los tomamos y nos dirigimos a nuestra casa.
“Al llegar, el humo salía por el techo de la cocina, mis tías torteaban y tenían todo preparado; mi padre, de nueva cuenta, acomodó las velas, pero esta vez utilizaría un ave; se puso a rezar y pidió a Dios por cada uno de nosotros,
pasando sobre nuestras cabezas una gallina para que absorbiera el mal y quedáramos libres de la asechanzas del coronavirus. Cuando papá terminó su plegaria, vi a mis hermanos bastante serenos.
“Mis tías platicaban sobre los chismes del pueblo y hablaban de yerbas medicinales, se intercambiaban recetas, como si nada grave estuviera pasando en el mundo. Mi hermana les preguntó si conocían algunas plantas para curar la tos
y la calentura. Una de mis tías, adivinado su preocupación, le dijo: “No tengas miedo, las autoridades irán a poner velas a los cerros para que no pase el coronavirus; mi hermana le preguntó cómo estaba tan segura de que con esa
acción se conjuraría la enfermedad. Mi tía le respondió: “Hace muchos años, una enfermedad caminaba llevándose a viejos y a niños; había llegado al pueblo de Chamula.
“Los ancianos se reunieron y decidieron pedir ayuda a los cerros principales; rezaron durante varios días, caminando de cerro en cerro hasta que su palabra fue escuchada y la enfermedad se fue; todo quedó tranquilo de nueva cuenta;
esa enfermedad fue muy fea, mataba de vómito y diarrea, cólera le llamaron los kaxlanes. Pero no tengas miedo, lo mismo va a pasar con el coronavirus”.
“Había confianza en los rostros de mis tías, los ancianos tenían la capacidad suficiente para cerrar los caminos a los pasos de la enfermedad y, alegremente, volvieron hacer lo que estaban haciendo.
“La vida se detuvo”, se oye decir en la tele y la radio, pero no en San Juan Chamula; la gente sale a la plaza, al mercado, a la iglesia; lo demás se detuvo, nosotros no; según los kaxlanes, nosotros no avanzamos, estamos atascados
por nuestras costumbres y tradiciones; si supieran que el coronavirus nos está salvando, tal vez los alcancemos ahora y estemos en sintonía, quizás ya los rebasamos; nuestras tradiciones nos protegen y defienden; las velas y los
rezos son suficientes para nuestros corazones.
“Hoy, a ochenta días de que comenzó la cuarentena, todo sigue igual en San Juan Chamula. Sin embargo, no me puedo engañar, estas últimas semanas ha habido muchos kaxlanes en La plaza; están de paso, pero me preocupa que sean la causa
de nuestros males de nueva cuenta. Lo único que nos queda es aferrarnos a nuestras creencias para que las velas y el copal nos protejan.
En este relato, Maura aclara lo que para muchos citadinos constituye una ceguera mental: el hecho de que habitantes de ciertos pueblos hayan festejado multitudinariamente a sus santos patronos, desafiando las advertencias de las autoridades
sanitarias y gubernamentales. Hubo en el territorio chiapaneco un buen número de transgresiones a las normas señaladas; por ejemplo, los paisanos de Maura celebraron multitudinariamente a San Juan Bautista.
Los habitantes de Pacú, del municipio de Suchiapa, también llevaron a cabo sus ceremonias religiosas en honor del Corpus Christi, a través de sus danzantes con sus característicos atavíos: uno de ellos bailó, al son del tambor y el pito, disfrazado
de venado, otro de chamula (es el nombre que reciben los habitantes de San Juan Chamula) y los demás de jaguares, algunos portando iguanas vivas sobre sus hombros. Los hombres que representaban a los jaguares se desplazaban alrededor del
que personificaba al venado, acechándolo. Cuando los policías llegaron, con el propósito de impedir la algazara, los responsables del festejo les dijeron: “Nosotros realizaremos los seis días de fiesta de nuestra tradición, estamos listos
para morir si Dios así lo quiere”. La policía se retiró para no agravar la situación.
Otros pueblos también desobedecieron las advertencias de las autoridades, y rindieron pleitesía a sus santos con cantos, danzas y ofrendas, entre los que se hallan, por mencionar algunos, Venustiano Carranza, Villa de las Rosas, Bochil y Simojovel.
Circunscribiéndome únicamente a lo local, el arraigo de los pueblos chiapanecos con respecto a sus santos, viene de lejos. Antes de la llegada de los españoles, los mesoamericanos habitaban un mundo cargado de sacralidad, así lo constatan
libros como el Popol Vuh, Anales de
los kakchiqueles, Chilam Balam y escritos de cronistas como fray Bernardino de Sahagún, fray Diego de Landa y fray Hernando Ruiz de Alarcón, entre otros.
Muchos frailes y curas persiguieron y castigaron a quienes mantenían una relación de honda espiritualidad con los cerros, ríos, lagos, manantiales, animales, astros, el viento, la lluvia y los muertos. Con la llegada del cristianismo, paradójicamente,
se desacralizaron estas realidades. Con la economía de mercado, el hombre aceleró su relación perversa con el entorno; perdió su capacidad de dialogar con la naturaleza y ha terminado por denigrarla como lo ha ficcionalizado Juan José
Arreola en
Bestiario.
En lo que respecta al territorio chiapaneco, Carlos Navarrete (1974, p. 19-52) encontró un documento en uno de sus viajes a Chiapa de Corzo; se trata de una copia manuscrita de nueve páginas fechada en 1836; ahí se lee que el 9 de abril de
1597, el Prior del convento de Santo Domingo, a requerimiento del Obispo de Ciudad Real, mandó juntar a algunos vecinos indios “de que se dessia idolatraban y consultaban toda clase de hechicerías” para que declararan lo que sabían:
A todos los cuales se les volvio a dar rason de por qué las preguntas que se ibban a asser i de la culpa i castigo que carga el que incurre en pecado de idolatria, i llevados al altar mayor se les exigio arrepentirse i endelante ser
buenos christianos i abjurar de sus yerros y superticiones. […]. Preguntados sobre ídolos i dioses los declarantes dixeron no sabernada dellos ni saber el nombre de ninguno, pero sabían por los viejos que tenían uno solo que era
el sol i otros como sus criados en los cerros y cuevas i sementeras.
Recuperar la espiritualidad del mundo es una tarea que parece perdida, pero la herencia que arraiga en los campesinos indígenas nos dice que la solución se oculta en el México profundo. Chiapas es, retomando la metáfora de Carlos Fuentes,
un espejo enterrado; en su dimensión profunda continúa siendo una encomienda; bajo la encomienda late la herencia prehispánica y, encima, la ilusión moderna.
Aún quedan vestigios de la antigua relación espiritual. Anahí Arizmendi Ruiz y quien escribe, entrevistamos a cuatro mujeres de Simojovel, un pueblo asentado en las montañas del norte de Chiapas, quienes mantienen una relación de comadrazgo
con algunos ejemplares de la Erythrina
corallodendron. Simojovel es un mundo, como dice Ana Bella Pérez Castro (1995: 305), “poblado con seres sobrenaturales, con infinidad de dueños de los cerros, de la lluvia, de los animales”. Esas mujeres realizaron ceremonias para
garantizar el comadrazgo con la Erythrina corallodendron, conocida en Chiapas con los nombres de árbol de pito, pitillo, colorín, ukún y ujkún. El 13 de abril de 2017, realizamos las entrevistas. Aquí sólo transcribo
las palabras de la señora Ramona Hernández Hernández:
“Cuando mi hijo Arturo tenía 5 años le brotaron granitos en su cuerpo y no se le quitaban, al contrario más le salían; en aquel tiempo no teníamos posibilidades de llevarlo con el doctor; aparte no había muchos doctores, sólo uno o
dos, era más fácil un curandero. Le mandamos a decir al curandero porque vivía por la carretera a La Pimienta . A los dos días se apareció el curandero y pidió ver a Arturo y dijo que necesitaba otro tipo de curación; me dijo que
fuera a buscar a mi comadre y que le pidiera que lo curara; que buscara un palo de pito grande, lo más grande que encontrara, mejor si ya tenía espina, porque a los árboles viejos le salen espinas; que llevara cargando a mi hijo
cubierto con un rebozo; llegando le iba a pedir al árbol que curara a mi hijo: "Comadre, comadrita, ayúdeme usted, por favor; viera usted que mi hijo ya tiene días que le salen unos granitos y no se quiere componer; ayúdeme usted,
por favor; yo sé que lo puede usted curar; está muy malito; hasta lo tengo que traer cargando. Aquí le voy a dejar sus galletitas; mañana voy a venir también”.
“Le amarraba yo la bolsa de galleta en una rama o donde quedara prensado, de ahí me regresaba a la casa hasta que pasaron tres días. El curandero ya no regresó; dijo que con eso se iba a sanar mi hijo, pero si no sanaba era porque
lo había hecho mal o algo vio el árbol que no le gustó; que iba a tener que buscar otra comadre; claro me dijo que iban a tardar en borrar los granos pero que se iban a quitar. El curandero no cobra, sólo se le da lo que uno quiera.
Le dimos una gallina y $10,000.00, la moneda tenía otro valor en ese tiempo. Llegué los tres días a visitar a mi comadre; y sí sanó mi hijo, pero pasó tiempo. (Antonio Durán Ruiz y Anahí Arismendi Ruiz, 2017)
“Aquí mucha gente nos curamos la tristeza abrazando a los árboles”, dijo Mayra Alegría, una trabajadora de la Universidad Autónoma de Chiapas.
El árbol de pito desempeña un papel importante en el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas-quichés de Guatemala; ahí aparece con el nombre de tzité. Richard Evans y Alberto Hofmann (2012: 43) incluyen este árbol, con el nombre
de tzompanquahuitl, en el grupo de las “las plantas de los dioses”; anotan que las semillas fueron empleadas como medicina y alucinógeno, y “en Guatemala los frijoles de esta planta son empleados en la adivinación”. Patric Johanson
dice que este árbol también aparece en el Códice Florentino relacionado con el mundo de los muertos; ahí se expresa que los guerreros nahuas así como las mujeres que morían de parto se iban al cielo para servir al sol, después de
cuatro años se volvían hermosas aves, colibríes, pájaros sagrados y mariposas; “venían a la tierra a libar todo tipo de flores: equimitl, ‘hojas de colorín’; tzompancuahuitl, ‘colorines’” (Patrick Johanson 2003: 173-174).
También he tenido noticias del comadrazgo de mujeres chiapanecas con la ceiba, más conocida en Chiapas con el nombre de Pochota. Yolanda Palacios Gama (2016: 166) contó que en una ocasión llegó a Chiapa de Corzo el gobernador Juan Sabines
Gutiérrez; se le acercó una señora para decirle que, debido a ciertas actividades del gobierno a orillas del río, su comadre estaba enferma; el gobernador le preguntó quién era su comadre; la señora le respondió que su comadre era una
Pochota y que el agua liberada estaba carcomiendo la tierra de sus raíces y la estaba matando.
En algunos cuentos, los hombres hablan con las cosas de la naturaleza, lo cual encierra una verdad profunda. Mi padre, un pescador de los esteros de Tonalá, Chiapas, pronosticó uno de los vientos más fuertes que azotó la costa de Tonalá Chiapas
por la forma en que florecían los árboles de mango; él solía platicar con las estrellas, el vuelo de las aves; hablaba con las arrieras, los árboles y los ponientes; “la naturaleza es sabia”, decía.
El prestigiado fílósofo Eduardo Subirats preguntó por un árbol que vio dentro de los terrenos de la Universidad Autónoma de Chiapas. Le dije que era una ceiba, considerada sagrada, sobre todo, por los indígenas chiapanecos. Me respondió que
eso era muy bello y que todos los árboles deberían considerarse sagrados.
Este proceso de cosificación de la naturaleza y de los seres humanos ha desembocado en la violencia que pasmosamente se ha instalado en nuestra vida cotidiana y nos ha ido exiliando de los espacios abiertos, que nos otorgaban una sensación
de libertad. El coronavirus estrechó aún más el confinamiento que hemos venido sufriendo por efectos de la pobreza, que en Chiapas alcanza al 77 por ciento de su población, y por la violencia con sus diferentes rostros. Ahora los niños
crecen como pollitos de granjas, encerrados en sus casas; cuando salen con los mayores, se hallan sujetos a las más estrictas vigilancias, so pena de no aparecer nunca más; esto estuvo a punto de ocurrir con Dylan, un niño tsotsil de dos
años de edad, que en plena pandemia fue raptado en un mercado de San Cristóbal de las Casas; afortunadamente fue hallado después de varios días de búsqueda; este peligro se extiende, sobre todo, a las mujeres jóvenes.
Pero en Chiapas, como en las otras partes de México, la vida se ha tornado más frágil de lo que esencialmente es; el mundo virtual se ha instalado en el corazón de los hogares cuyas consecuencias negativas aún no se han calibrado. La psicoanalista
Carmen de la Mora dijo que “la exaltación de lo imaginario provoca un eclipse de lo simbólico, lo que facilita una caída en lo real. La puerta se abre al comportamiento perverso” .
El coronavirus potenció también las muertes en Chiapas y resaltó una verdad amarga, el nivel ilusorio de los servicios de salud. La marginalidad de muchos chiapanecos los emparenta con los personajes de los relatos de Juan Rulfo y de Rosario
Castellanos. La pandemia constituyó el espejo en el que se reflejó la realidad social del estado. Como se desprende del discurso de la señora Ramona Hernández, muchos chiapanecos han buscado la cura de sus padecimientos recurriendo a los
curanderos autóctonos o de otros pueblos y a sus ancestrales conocimientos sobre las propiedades curativas de diversas plantas y animales; han apelado también a ritos y a conjuros mágicos y, sobre todo, al favor de sus deidades que muchas
veces son mezclas de elementos europeos y prehispánicos, como ocurre con el Niño Florero, unos de las principales deidades de Chiapa de Corzo. Yolanda Palacios Gama presenta el mito que le relató un habitante de este pueblo sobre el origen
del ritual relacionado con El Niño Florero, cuyos feligreses llevan a cabo una larga peregrinación a la localidad de Navenchauc para cortar la flor
Niruyarilo, que le ofrendan al dios bebé:
“En el año 1949, yo estaba de una edad de diez años. Tenía el deseo de ir a traer flor para el Niño Florero, y mi abuelita, que por nombre tenía el de Jovita Gómez Gumeta; ella, como era el único nieto, me quería, me estimaba, y posiblemente
pensaba que ir a traer flor era bastante peligroso, pues ella me decía, más después vas a ir a traer flor hijito. Pero un día me dijo, te voy a contar un cuento, que me contó mi papá, que se llamó Samuel Gómez. El cuento voy a
decírtelo porque es muy necesario cuando tus hijos o tus nietos se los puedas platicar: el significado de la Flor del Niño.
“Y el cuento que ella me contó dice que había una joven que tenía una finca cerca de un pueblo y por costumbre tenía que pasar por ese lugar. Un día pasó por el río donde se encontraban unas muchachas solteras que acostumbraban ir
a lavar y a bañarse. Este joven, que siempre viajaba, al pasar por un árbol donde estaba muy silencio (muy silencioso) escuchó una voz que le decía que buscara pronto una compañera, que eligiera esposa. Y toca la fortuna de él
pasar por un río donde estaban todas esas jovencitas, y ahí había una muchacha que a él le había caído bien. Como este joven vestía muy elegante y montaba un buen caballo, todas las muchachas dirigieron la mirada hacia él. Pero
había también aquella en quien se había fijado él, era una joven que estaba pues no muy bien de su físico, porque tenía una vista turnita, que tenía los ojos desviados. Pero ella le había gustado. Al llegar al pueblo, ahí
fue pensando en lo que había sentido, y de aquella comunicación, de aquellas palabras que le habían dicho: que necesitaba una compañera porque muy poco le faltaba para emprender un viaje muy largo, dilatado. Aquel joven soltero
para que eligiera esposa tenía que ir con un rey a decirle que él deseaba casarse. Al ver el rey a aquel joven muy bien parecido, zarco, dijo inmediatamente: voy a hacer la invitación para que se reúnan todas las muchachas de aquí
de este pueblo, pero ahí él también en su mentalidad, tenía su hija que era muy simpática y posiblemente, decía el cuento, él pensaba: aquí me gané un yerno.
Y reunieron a las damas y cuando vio él que la mujer que le había gustado no se acercaba, se quedó unos minutos pensando y el rey, pues ya quería que él eligiera, que dijera quién le había gustado. Pero en ese lugar había fiestas y
reuniones, donde también se acercaba la gente más humilde y la damita que le había gustado a este muchacho era de gente humilde. Ella llegó a la fiesta y en cuanto la vio se acercó a ella y le tomó la mano y le dijo al rey: —ella
es la dama a quien he elegido para mi esposa. Las mujeres comenzaron a verse entre ellas, como quien dice: ¿qué pasó con este joven, por qué no nos eligió? nosotras somos bonitas, ¿por qué a ella se dirigió?” La crítica fue grande,
pero a él no le preocupó, se casó con ella. Unos meses después nació un niño, un varoncito, pero cuando el niño hizo seis meses de edad, le dijo a la muchacha que ya era su esposa: —mira, hoy te voy a decir la verdad, por qué te
elegí como mi esposa; porque quiero descubrirte lo cierto, los dos vamos a tener una tarea muy seria que cumplir y tú eres mi pareja, lo único es que ya va llegando el término en que nos vamos a separar.
“Aquella esposa, muy triste, le reprochó: ¿por qué me escogiste a mí si viste que mi físico no era para ti?, ¿por qué ahora me desprecias?, ¿por qué quieres abandonarme? Así va a ser, le contestó el muchacho, porque yo voy a ser el
Sol y tú vas a ser la Luna, y quiero que te convenzas. Y ¿qué va a pasar con el niño?, le preguntó ella. Yo ya tengo idea de cómo va a ser, le contestó él, sé dónde vamos a dejarlo. Y una mañana caminaron rumbo a donde era la finca
de él, allí se encontraba una laguna muy especial donde iban a hacer esa división, donde se iban a separar. Decía el cuento que había un roble, y dijeron: — aquí vamos a dejar al niño, en este gancho de este roble vamos a dejarlo
y nosotros nos vamos a meter a la laguna. A mí me va a tocar calentarlo, darle el calor por el día, y tú lo vas a alimentar con el sereno de la noche. Tú vas a viajar de noche y yo voy a viajar de día. La dama, llorando, aceptó
lo que el esposo le pedía y así fueron metiéndose en el agua y diciéndole adiós a su criatura, que habían dejado en una horqueta de aquel roble. Entonces el niño, con el poder que ya tenía, alzó la mano y también les dijo adiós.
Al sumergirse el sol hace su reflejo, para darle calor a su hijo; al sumergirse la Luna, le da el reflejo para darle el sereno de la noche con que se va a mantener (alimentar) y se va a convertir en una Flor: la Flor del Niño,
o de Niluyarilo.
“Por eso mi abuelita me decía, si algún día te toque de ir a traer flor de la Mazorca ábrela, descúbrela en una de sus pencas que tiene, y vas a ver la mano del niño, por eso es la Flor del Niño. Y como dicen en nambujo (canto
o alabado) que, “aquel que desea ir a traer flor, y no va, ya de muerto llega a penar”. Por eso cuando tú ya tengas tu edad y puedas aguantar tu tercio, entonces tú mismo toma la decisión. Así era ese cuento que me platicaba mi
abuelita, para que yo también a mis nietos se los platicara. Cuando yo los llegara a tener. (Yolanda Palacios Gama, 2016: 146-148)
La mayoría de los pueblos chiapanecos festejan a sus deidades para obtener buenas cosechas, conservar buena salud, ahuyentar las enfermedades y otras asechanzas. Como señala Maura Lilia Gómez, los rituales tienen que llevarse a cabo, es peor
enojar al santo porque sin su intervención el mal no se marcharía.
Una de nuestras grandes fallas humanas consiste en que hemos perdido el lenguaje de la Madre Tierra. Hace años, Doña Candelaria Ruiz, una señora de la costa de Chiapas, me dijo que el planeta está vivo y habla. Los árboles, los insectos, los
pájaros, las nubes, el mar son sus palabras. La señora supo del calentamiento del planeta antes de que se comentara en los medios informativos; ya se lo había dicho una flor a través de sus pétalos cuyas orillas aparecían “quemaditas”.
Le dije que ahora veía animalitos salvajes en las casas, más que antes. Me respondió que “son los hombres quienes se introdujeron a la casa de los animales y modificaron su forma de vivir, incluyendo sus hábitos alimenticios.
Carlos Navarrete (2014: 194-195) recogió un mito en la Primera Sección de Izapa, municipio de Tuxtla Chico, sobre la formación del sol, la luna y las estrellas donde hay un pasaje que me recuerda lo expresado por Doña Candelaria Ruiz. Es la
historia de Dios que transformado en pajarito embaraza a una joven que lavaba en el río; esto genera el coraje de la madre de la muchacha. De este embarazo nacieron gemelos; la madre murió y se convirtió en la vegetación que viste la tierra.
La abuela decidió matar a sus nietos para lo cual pidió el apoyo de sus muchos hijos; pero las hormigas avisaron a los hermanitos sobre el peligro inminente y les aconsejaron lo que debían hacer. Las hormigas dicen a los niños: “nosotras
somos la palabra de su madre, somos la letra de su nombre”. O sea, la naturaleza habla, pero el hombre ha perdido ese lenguaje.
Posiblemente el SARS-CoV-2, que buscó su casa en los nuevos seres que habían invadido los ecosistemas silvestres; quizá constituyen las defensas de la Madre Tierra que trata de curarse de la sobreabundancia del virus humano que la tiene enferma.
Lo prueba el hecho de que el confinamiento de la gente favoreció su renovación en algunos lugares. Muchos males nos vienen de que ya no dialogamos con el mundo natural; perdimos la voz de la flor cuyo mensaje escuchó la señora Candelaria
Ruiz.
En medio de la pandemia, el mar de Puerto Arista se alegró con la presencia de muchos delfines; la psicoanalista Raquel Nieto me llamó por teléfono para decirme que su casa, a cuyas espaldas corre el río Sabinal, se hallaba invadida de iguanas
verdes; las había por todas partes. Yo pasé mi infancia en una pequeña selva de la costa de Chiapas. Atrapaba estos reptiles con mis manos. La gente de ahí los guisaba y solían hacer tamales con su carne y sus huevos. Le dije que esas
iguanitas eran inofensivas y limpias, se alimentaban de hojas y no tardarían en marcharse.
A mediados de mayo comenzaron las lluvias, con las cuales proliferan los mosquitos transmisores del dengue, el zika y la chinkunguya; hubo una campaña de fumigación para aniquilar esos insectos en el estado, pero muchos creyeron que las autoridades
estaban dispersando sustancias toxicas para envenenarlos, por lo que hubo bloqueos de calles, incendios de edificios municipales, de patrullas de tránsito, de ambulancias, destrucción de hospitales comunitarios, de clínicas y agresiones
al personal médico. En Guadalupe Tepeyac, por ejemplo, varios hombres ingresaron al Hospital Rural del Instituto Mexicanos del Seguro Social, de donde se llevaron al director, responsabilizándolo de la muerte del padre del Comandante Tacho,
líder y vocero del Ejército Zapatista de Liberación Nacional; fue amarrado y golpeado. Tras un juicio sumario, el médico fue echado del pueblo. Días después, una multitud de hombres y mujeres tojolabales y tseltales protestaron por su
precaria situación económica debida, dijeron, a los efectos de un virus inventado por la Fundación Bill Gates para matar a los mayores de sesenta años porque estorban al capitalismo.
Hubo muchos malentendidos, también fue golpeado un hombre que combatía a la mosca del mediterráneo, acusado de colocar en los árboles cajas con polvos infectados de coronavirus. Otros fueron acusados de envenenar los arroyos con substancias
que contenían coronavirus.
También médicos, enfermeras y trabajadores del sector salud de diferentes partes del estado protestaban por falta de personal, de equipo de protección, medicamentos e instrumentos para enfrentar al virus.
El coronavirus ha evidenciado la necesidad de ampliar nuestro sistema de salud y dotarlo de mayor compromiso social. El nuevo gobierno, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, reconoce que halló un sistema de salud devastado, ultrajado
por tanta corrupción, que requerirá de esfuerzos mayúsculos para viabilizar su función vital.
Asimismo, la pandemia nos ha alertado sobre los errores de nuestros hábitos alimenticios, que nos ha tornado en una sociedad altamente enferma y presa fácil del SARS-CoV-2 y de otros virus dañinos, nos remite a la sabiduría humilde de volver
a los productos locales, muchos de ellos considerados alimentos de “pobres” y de gente “atrasada”, eso llegó a decirse, por ejemplo, del maíz y de una de sus transformaciones, el pozol. Se requiere, asimismo, propiciar ambientes escolares
saludables que amortigüen los embates de la publicidad y podamos construir un estilo de vida menos depredador y una sociedad más integrada al mundo natural.
La pandemia también reveló la barrera que existe, no sólo en Chiapas, entre las autoridades y el pueblo, que no se tocan, no dialogan, no se oyen, no se ven; fue una de las causas que desató la violencia en muchos municipios del estado; las
otras causas fueron el atraso educativo y, a veces, la mala fe. Lo mismo ocurrió al interior del sistema de salud local; por esto es aconsejable poner al frente de las instituciones de salud, lo mismo que en las de gobierno, profesionales
informados y comprometidos con la sociedad.
Las depresiones, las paranoias, el horror que la pandemia provocó, evidencian la necesidad de hallar mecanismos que potencien el aspecto simbólico, como lo han hecho los paisanos de Maura y los habitantes de Pacú, para no quedarnos inmovilizados
de terror ante la boca invisible, pero real, del coronavirus y para contrarrestar los efectos negativos de las infodemias y de las opiniones desinformadas susceptibles de generar terror, caos y violencia.
Observo, por primera vez, a un presidente de México bastante cerca de su pueblo, ligado de manera natural a sus problemas, restituyendo la confianza, levantado y dignificando a los olvidados, que iban por la vida, como diría José Alfredo Jiménez,
“sin rumbo y sin fe”, otorgando la indispensable dimensión simbólica a la realidad del país.
REFERENCIAS
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UNAM – CIESAS.
Notas
1 Lo que narra la señora Ramona Hernández Hernández ocurrió, según dijo, por los años de 1968.
2 La Pimienta es una de las 123 localidades que rodean a la cabecera municipal de Simojovel.
3 Confesión personal.