Conferencia impartida en la Universidad Autónoma de Chiapas, México.
Noviembre de 2013
Dr. Eduardo Subirats
Notas sobre el autor
Dr. Eduardo Subirats,
Profesor investigador en la Universidad
de Nueva York
eduardosubirats@msn.com
Los frescos de José Clemente Orozco se desenvuelven dentro de la tradición épica y simbólica de los antiguos murales mesoamericanos, de los frescos eclesiásticos de la era colonial y de los frescos
renacentistas europeos: esos "inmensos frescos, cosas increíbles, tan misteriosos como las pirámides..." - como significativamente los describe en su sumaria autobiografía. Pero, desde sus primeras
caricaturas grotescas para la revista El Machete, y desde sus primeras acuarelas de prostitutas y prostíbulos, la pintura de caballete, los dibujos y, sobre todo, los murales de Orozco se distinguen por su expresionismo;
un expresionismo radical.
El concepto de expresionismo, que a lo largo de la primera mitad del siglo veinte había asumido un vasto programa, a la vez formal y civilizatorio, en comunidades artísticas como Die
Brücke, Der blaue Reiter o Cobra, ha ido perdiendo sus aristas a medida en que sus formas y formatos se han comercializado, musealizado y trivializado. Y a medida en que han acabado por sucumbir a los gestos de una degradada
vida cotidiana y de un mercado manipulado.
Aquí, voy a limitarme sin embargo a un aspecto de este expresionismo europeo y latinoamericano: sus raíces mitológicas. Nadie ha puesto de manifiesto esta apertura poética al conocimiento y reconocimiento mitológico
de los pueblos como Thomas Mann y Karl Kerényi en su correspondencia durante los años de la guerra europea. Un diálogo en el que también estaba presente Carl Gustav Jung y su teoría del inconsciente
simbólico y mitológico reprimido en el humano moderno. La teoría estética, que esta correspondencia esboza, se fundamenta en la realidad ontológica, histórica y existencial del mito. A
ello se añaden sus dimensiones psicológicas, y sus formas y lenguajes narrativos. Ésta fue la poética que definió programáticamente Thomas Mann. Y esa fue una de las tendencias más
profundas del expresionismo del siglo veinte, lo mismo en Kafka que en Wifredo Lam, en Beckmann que en Roa Bastos.
La experiencia literaria y artística de una realidad mitológica no es
precisamente ajena a las culturas de América Latina, sumergidas en las lenguas y las memorias de sus culturas antiguas, tanto amerindias, como africanas y orientales, y a pesar de cinco siglos de violenta cristianización.
La encontramos en la obra de Mario de Andrade, que restauró los derechos culturales del trickster amerindio por antonomasia, Makunaíma. Lo tenemos asimismo en las diosas del Tlalocán que pueblan el subsuelo
de Comala, en la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo. El mito como realidad, a la vez religiosa y estética, se encuentra en el centro de la prosa de José María Arguedas. Y como medio esclarecedor y expresión
de una conciencia psicológica, histórica y cósmica es también una característica esencial del expresionismo de Orozco. El mito de Zapata, el poder sanguinario de Hernán Cortés y
Carlos V, el mito de los dictadores y demagogos, o del franciscano salvador de almas, se dan cita profusamente en sus frescos. Pero Orozco aborda en particular tres mitos que merecen una atención especial: Quetzalcóatl,
Prometeo y Cristo.
En tres ocasiones trató Orozco el mito de Cristo en sus murales y óleos. El primero, en la Escuela Nacional Preparatoria. Fue destruido. Lo representó por segunda vez en el Dartmouth College. El motivo iconográfico fue siempre
el mismo. Un Jesús desesperado, desprovisto de toda dignidad divina o incluso humana. Extraviado en un espacio angosto y desolado. El Jesús demacrado que, en un último gesto luminoso, destruye a hachazos la
cruz sacrificial en la que fue clavado como institución eclesiástica de poder global. En Epics of the American Civilization, este rechazo esclarecedor del sacrificio se recorta contra una oscura pirámide de
cañones y espadas. Es el sacrificio humano que imponen las conquistas, las guerras y las demagogias modernas. Este motivo lo reiteró más tarde en 1943, en un óleo titulado Cristo destruyendo su cruz.
Es un Jesús humanizado, pero consumido. Esta vez con el aura de su santidad. Pero no es un Cristo crucificado. Es un Jesús antiheroico y exdivino. Jesús contra Cristo. El humano humanizado que se rebela contra
el sacrificio y la divinización de la Cruz.
El segundo mito, el de Prometeo, recorre una historia más compleja. En La casa de los azulejos de la Ciudad de México, en la que Orozco
pudo pintar la Omnisciencia después de que el estado mexicano le cerrara el acceso a todos los espacios públicos, Prometeo es apenas un signo alegórico. Es la llama que unas manos divinas depositan sobre una
mano humana en la franja superior del mural. En esta representación, el mito oriental de Prometeo puede asociarse asimismo con su tema principal: el nacimiento del primer hombre y la primera mujer, también atributos
del titán y dios. Este motivo posee ahora una connotación actual y específica: la creación prometeica del nuevo hombre, bajo el principio de la "omnisciencia", como última finalidad
de la Revolución Mexicana.
Prometeo fue el mito que Orozco eligió también en Pomona College. Allí se sirvió hábilmente de la ojiva arquitectónica para encajar su figura de tal
manera que acentúa su estructura triangular. La figura de Prometeo ocupa el eje central de la ojiva gótica. La sensación visual de que esa ojiva se desplomaría si su Prometeo no la estuviese sosteniendo
como un Atlas incrementa su papel simbólico como axis mundi. Este Prometeo es unívocamente un dios. A su entorno una masa humana le exalta en un ritmo ascendente. Pero en una escena contigua, otra masa se hunde en
la desesperación. La energía corporal del dios se dirige enérgicamente hacia lo alto, contra el ángulo de la ojiva. Una poderosa línea de fuerza oblicua atraviesa la composición dividiendo
dramáticamente a los fanáticos del dios, de la masa hundida y desesperada bajo el poder civilizatorio que representa. A su alrededor, un firmamento en llamas.
La visión del Prometeo de Pomona es, hasta
cierto punto, afirmativa. Incluso se la podría llamar exaltada. Su centralidad y su corporeidad no deja lugar a dudas: es un héroe, un titán. Y, lo repito, es un dios. Todo parece promisorio y positivo en la
composición. Al menos a primera vista. Indudablemente el cielo encendido despierta inmediatamente asociaciones apocalípticas. E ilumina con sus tonalidades infernales al grupo de los condenados, a la izquierda del
titán.
En la cúpula del Hospicio Cabañas, Prometeo reaparece por tercera vez. Corona la cúpula en cuyo tambor se representan las technai que Esquilo atribuía al héroe cultural griego: la agricultura,
la arquitectura, la escultura y el teatro, la navegación, la herrería y la ingeniería... A las que Orozco añade algunas de las artes modernas, como la tipografía, la aeronáutica, e incluso
una "integración de las artes", además de representar a la pintura en general y a los murales en particular como una más entre esas artes prometeicas. Pero ya no se llama ahora Prometeo. Es El hombre
de fuego. O simplemente, El hombre. Y no es, en efecto, un titán. Mucho menos un dios. Este "hombre" ardiendo en las llamas del propio fuego civilizador que un día le arrebató a Zeus no es propiamente
Prometeo, sino un descendiente del principio civilizatorio que él representa. Somos nosotros.
La reflexión filosófica inherente a este tratamiento del mito de Prometeo de Orozco es transparente. Una mirada
negativa sobre la civilización industrial, aquella misma civilización cuyos líderes políticos, Benjamín Franklin entre ellos, definían precisamente como prometeica. Es la representación
de esta civilización prometeica en llamas y de su principio mitológico, el titán o sus descendientes humanos, ardiendo en ellas. Tampoco se precisan mayores explicaciones.
Un motivo común se reitera en la representación de Prometeo de Pomona y en la del Hospicio Cabañas: en ambos frescos su figura se confronta expresionísticamente con los límites de la representación. Límites
que en Pomona es una ojiva gótica, y en la iglesia de Guadalajara, una cúpula barroca. En el primer fresco Prometeo parece sostener con sus brazos el arco arquitectónico que circunda su figura, y con ello la
propia arquitectura de la civilización fundada en el fuego mitológico. En Guadalajara, el mismo Prometeo se eleva al universo dinámico e infinito de la cúpula. Sólo que ahora es un universo ardiendo,
en cuyas llamas se consuman las extremidades y todo el cuerpo del titán. Su propia cabeza desaparece en ese incendio universal.
Los frescos de Cabañas se realizaron entre 1937 y 1939.
En los siguientes años, Orozco trató en sucesivas ocasiones el mito de Prometeo en bocetos y óleos. Uno de ellos se encuentra en el Museo Carrillo Gil. Es un óleo sobre tela de 73 x 92 cm., datado en
1944. Su motivo: un Prometeo huyendo en medio de un paisaje desolado de tonalidades oscuras. A sus espaldas, dos humanos, también desnudos, se apartan del titán con un gesto de espanto. Su cabeza y sus brazos están
envueltos en llamas, mientras que una de sus piernas se dobla en su huida de su propio fuego.
El conflicto trágico de Prometeo ya no lo plantea Orozco en los términos del desagravio y la venganza de Zeus suscitada
por el rechazo prometeico del sacrificio al señor del Olimpo y su ardid para recuperar el fuego escondiéndolo en una caña. Orozco tampoco reprocha el tiránico y violento castigo que le impone la corporación
olímpica por recuperar el fuego sagrado. En este sentido se aparta de los dos rasgos centrales del mito en las versiones de Hesíodo y Esquilo. No representa a Prometeo como el dios fundador de la civilización
humana, sino como un dios negativo que preside el final de la revolución industrial y capitalista. Desde un comienzo, desde la mano celestial que deposita el fuego en la mano terrenal en La casa de los azulejos, pasando
por su representación en el Pomona College, ese titán posee poderes divinos. Más aun, su lugar se confunde con el de Zeus, que Orozco eliminó de sus primeros bocetos para el fresco de Pomona. En 1939,
en plena guerra mundial, este Prometeo elevado al cenit de la cúpula de la basílica de Cabañas arde en el mismo fuego que lo había elevado a héroe civilizador. Una visión profética
llamada a realizarse sobre las cenizas sacrificiales de Hiroshima y Nagasaki sólo unos años más tarde.
Otros aspectos pueden destacarse en ese Prometeo de Cabañas. Alma Reed, la admiradora, biógrafa
y dealer de Orozco, describió esta escena culminante de su obra como una ascensión ritual, como un viaje iniciático de transformación mística. "Man enslaved by his fears or fearlessly treading
the skies in ethereal release. Man in his solid clinging to the earth; man consumed in the flames of his creative energy. But always... man standing naked and alone, pitted against the immense nature of which he is also a part...
He shapes and directs the Forces, his ancient allies, to his will to gain mastery of the planet. In turn, he is molded, mastered, and destroyed by them". El hombre de fuego estaría asociado con la purificación
y transformación de la existencia humana. Su objetivo final sería la perfección individual, no la expiación, el sufrimiento y la autoinmolación. El centro de esta elaboración del mito prometeico
es el fuego y la luz como energías purificadoras. Es la transcendencia del sujeto civilizatorio, la exaltación mística y visionaria de su espíritu subjetivo, frente a su irreversible final histórico.
Este es el último significado de la inmersión de la obra de arte expresionista en el mundo del mito: del mito como memoria arcaica y esclarecedora de nuestro ser en el mundo; y del fuego mitológico como una
experiencia religiosa de nuestra condición histórica y humana.
El tercer gran mito que Orozco expuso en sus frescos es el de Quetzalcóatl, el dios mesoamericano de la serpiente emplumada, representante de la unión de la vida material y fructífera de la tierra, y del cosmos espiritual del cielo
y la luz.
Al igual que Prometeo, Quetzalcóatl está vinculado a la Gran Madre, o más específicamente a Coatlicue, diosa del inframundo que regula los ciclos de preservación
de la vida. Como Prometeo, es un dios mediador entre el mundo celeste y el terrenal. Al igual que Prometeo se opuso al sacrificio. Y como Prometeo, es el dios creador del humano y de las artes que dieron nacimiento a la civilización.
Bajo su reinado se construyeron templos, se sembraron los campos, se trabajaba y se descansaba, y se levantó una civilización. También como Prometeo, Quetzalcóatl es un dios dotado de una visión
profética del futuro, ligada a la luz y el esclarecimiento. En la serie de trece paneles que Orozco pintó en la Baker Library del Dartmouth College, en Hannover, bajo el título Épics of the American
Civilization, cuatro están dedicados a Quetzalcóatl como héroe cultural y profeta. El cuarto de esos paneles representa su profecía. Este Quetzalcóatl de Orozco es un dios luminoso. Los rasgos
de su rostro son severos pero bondadosos y resplandecientes. Viste una túnica blanca. Todo ello son atributos que guardan una cierta semejanza con las funciones del Zeus griego y con las representaciones renacentistas del
Dios cristiano.
Es importante recordar en este contexto la falsificación o hibridación colonial del mito de Quetzalcóatl introducida por los primeros misioneros franciscanos. Una transculturación
cuyo poder se ha mantenido por lo menos hasta el mismo Laberinto de la soledad mexicana de Octavio Paz. De acuerdo con estas versiones, los aztecas vieron en el conquistador español el retorno de un Quetzalcóatl cristianizado
como mesías, a cuyo mero contacto las culturas de Mesoamérica y del continente americano entero habrían desaparecido como poseídas por una misteriosa fuerza de autodisolución. Bajo esta inverosímil
identificación de Quetzalcóatl con el Conquistador y Cruzado el mito ha servido al colonialismo hispánico para representar el genocidio cumplido bajo el poder la corona española como un suicidio colectivo
o una desaparición sobrenatural, y revestir de paso el real proceso colonial de despojo, destrucción y decadencia con los signos providenciales de una teología de la liberación.
Pero en la Baker
Library Orozco puso esta versión mitológica de los frailes cristianos sobre sus pies. En su tercera escena, Quetzalcóatl, tras crear la espléndida civilización de Tolán, tiene que abandonar
su reino, que ha sido presa de las fuerzas de la oscuridad y el mal, representadas en el fresco por una masa oscura de gentes con ademanes hostiles. En el siguiente panel, el dios pronuncia su profecía. Pero ese augurio
no está vinculado a su propio retorno, sino a la llegada de extranjeros, llamados a diseminar la destrucción y la muerte bajo el signo de una negra cruz sacrificial, cuyo extremo inferior converge con la espada del
conquistador junto a un montón de cadáveres. Quetzalcóatl anuncia la llegada del nuevo reino de la Espada y la Cruz. Pero no solamente anticipa esta amenaza. La línea horizontal de su brazo, su mano
y su dedo traza la continuidad temporal que comienza con la cruz genocida y atraviesa la armadura de Cortés sólo para culminar, en el panel inmediato, en la megamáquina militar moderna: un constructivismo futurista
de tubos, engranajes, planchas, ruedas y cadenas de ostensible agresividad.
El mensaje no puede ser más claro. Orozco traza una épica expresionista de la historia de la humanidad como progreso lineal de una destrucción
y deshumanización continuas a lo largo del tiempo. Es una épica que invierte el sentido de las filosofías esclarecidas del siglo dieciocho y los catecismos positivistas del diecinueve que anunciaron un progreso
originado en una humanidad salvaje y violenta que ascendería paulatinamente a formas más elaboradas y menos destructivas de civilización. La épica de la "civilización americana" comienza,
por el contrario, con el sacrificio humano escenificado por los enmascarados sacerdotes mesoamericanos. Y termina con el sacrificio moderno de un soldado caído bajo la fanfarria de la guerra industrial. La visión
de Orozco es desalentadora. Pero verazmente contemporánea. En Epics of the American Civilization sólo el gesto visionario y esclarecedor de Quetzalcóatl señalando en la dirección de ese final
frente a la masa oscura de humanos que lo expulsan, y sólo el gesto iracundo de un Jesús que destruye su cruz pueden sugerir una esperanza. Las últimas escenas de una oscura masa obrera que levanta la estructura
de acero de un rascacielos son una escuálida cita del desarrollo industrial presidido por el impresionante panel de una ciencia letal: Dioses del mundo moderno. Una asamblea de catedráticos, en realidad esqueletos
togados, preside el nacimiento del niño muerto del vientre de una mujer asimismo cadavérica, que yace despatarrada sobre un lecho de libros e instrumentos: la ciencia moderna. No nos olvidamos del pequeño panel
que corona una de las puertas de la biblioteca, la que precisamente conduce al sótano. Claramente una entrada o salida secundaria. En ese panel precisamente encontramos la representación de una figura humana de medio
cuerpo desnudo que emerge de un montón de chatarra mecánica bajo el título "Liberación del hombre de la vida mecanizada a la vida creativa". Un principio de esperanza por la puerta trasera.
Tampoco se precisan mayores comentarios.
La máquina, el poder de las máquinas industriales y la fuerza destructiva de las máquinas militares son otro de los mitos civilizatorios que Orozco elabora en sus frescos. El panel de Dartmouth titulado precisamente "La máquina"
puede citarse a título de ejemplo. Es una prensa industrial, comparable con la prensa del complejo industrial Ford que Rivera pintó en Detroit bajo los rasgos de la diosa Coatlicue. Grupos de tubos se levantan como
torres y sus figuras tienen algo de la prestancia precisamente de dioses arcaicos. Pero ni el espacio, ni el dibujo, ni la composición, ni el color hablan el mismo lenguaje ornamental de Rivera. Nos encontramos más
bien con un gesto ascético, con colores y tonalidades oscuras, y con los trazos acres y severos de una catástrofe civilizatoria.
Esas máquinas adquieren su expresión más
formidable en una obra emblemática de Orozco: Catarsis, en el Palacio Nacional de Bellas Artes, pintada en el mismo año de 1934 en que terminó los frescos del Dartmouth College. Las máquinas son aquí,
sin lugar a dudas, el protagonista histórico de un nuevo drama, al igual que la máquina de la historia de Rivera en el Man at the Crossroads que hoy ocupa la pared opuesta de Catarsis en el mismo Palacio Nacional.
También las máquinas de Orozco ocupan el centro del mural, entre los cuerpos de las prostitutas despatarradas del tercio inferior y las masas de humanos aprisionados entre sus hierros. La visión histórica
de este mural es transparente y no requiere tampoco de mayores comentarios: la máquina, o quizás debamos hablar aquí nuevamente de megamáquina, la categoría que inventó su amigo y admirador
Lewis Mumford, es netamente avasalladora y destructiva.
En los murales del Hospicio Cabañas, pintados tres años más tarde, puede decirse que este poder del acero llena con su color y sus texturas frías
toda la basílica. Las máquinas y armaduras de la guerra colonial y las máquinas de las guerras modernas, las masas que desfilan militarmente como grandes masas maquinales bajo el mando de tiranos y demagogos,
y el propio azul industrial que recubre la totalidad de los frescos tienen un efecto emocional tenebroso y amenazante sobre el espectador. Por lo demás, lo mismo en Dartmouth que en Cabañas Orozco llama la atención
sobre la continuidad de forma y color entre los símbolos del Imperio cristiano de ayer y las máquinas del imperialismo industrial de hoy. La espada que esgrime Cortés en su panel es tan afilada y cortante como
las banderas que flanquean las masas geométricamente uniformadas de una marcha que puede ser indistintamente civil o militar, en los frescos de otra de las naves del templo. Los colores fríos y las formas agresivas
se reiteran en las representaciones de las artes o technai prometeicas alrededor del tambor de la cúpula. Y les confieren un sentido ambiguo, a la vez instrumentos creativos de la civilización, así en la arquitectura
y la propia pintura, y armas de una civilización de la violencia.