ÁLVAR NÚÑEZ Y MALA COSA

José Martínez Torres Facultad de Humanidades Universidad Autónoma de Chiapas Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México
DOI: https://doi.org/10.31644/IMASD.29.2022.a10

Se dice que tras el descubrimiento de América hubo una oleada de bandoleros, ganapanes, crápulas y ex-convictos que cruzaban el mar con el único fin de enriquecerse. Estos dichos forman parte de lo que se conoce como La leyenda negra española. No fue el caso de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, biznieto de Martín Alhaja, cuyo título nobiliario le vino de haber guiado a don Sancho de Navarra en las montañas, señalándole el camino con un cráneo de buey. De aquí proceden los blasones de aquel infatigable hidalgo que se convirtió en mago para sobrevivir en tierras americanas.

En estas páginas se da un especial énfasis a su participación como chamán, actividad en la que tuvo que incurrir bajo amenaza, según él mismo cuenta en su libro Naufragios. Aquí también se dice cómo recorrió a pie miles de kilómetros sin ropa, comida ni agua, entre habitantes misteriosos, para luego juntar sus pasos en la memoria y escribir ese volumen legendario cuya trama comienza y termina en el mar. Para lograrlo, debió echar mano de un buen sentido de la intriga, que lo llevó a invitar al lector a valerse de la imaginación: “Dejo aquí de contar esto porque cada uno puede pensar lo que le pasaría en tierra tan extraña y tan mala y tan sin ningún remedio de ninguna cosa ni para estar ni para salir de ella”. Como a la mayor parte de los Cronistas de Indias, a Álvar Núñez no hay que pedirle demasiados adornos retóricos, sino narración pura, como señala Juan Gil en su edición de Naufragios y Comentarios, si bien en muchas ocasiones sabe emplear con fortuna las figuras de construcción, como la anáfora: “Tantos trabajos habíamos pasado, tantas tormentas, tantas pérdidas de navíos”, la paradoja: “reposé un poco muy sin reposo”, y en otras ocasiones el paralelismo, como por ejemplo en la frase “muy pobre de gente y muy mala de andar”.

La fuerza de los materiales conduce a buen puerto la prosa de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que logra una expresividad muy notable. Haber caminado durante varios años, haber recorrido miles de kilómetros por tierras desérticas, entre guerreros hostiles, lo llevaría a escribir estas confesiones que pueden verse como una narración circular que comienza y termina en el puerto en donde dio inicio.

Otro acierto técnico de Naufragios es hacer capítulos muy breves, a manera de resúmenes narrativos, que mantienen el suspenso y trazan al personaje sufriente. De este modo, se aviva el interés del lector, que busca saber las circunstancias que lo impulsaron a convertirse en brujo, a caminar de manera sobrehumana sólo para volver al sitio donde había nacido y tenía una vida bastante holgada, pues si bien Álvar Núñez creció huérfano, fue protegido por un pariente rico y poderoso, Fernando Ruiz Cabeza de Vaca, que lo puso al amparo del duque de Medina Sidonia. Con él, ganaba 15,000 maravedís anuales en la nómina de los Caballeros de Jerez, según los datos que proporciona el editor del volumen, Juan Gil, varias veces mencionado en estas páginas. Hacia 1519 dejó de ser paje y fue nombrado camarero de palacio. Tenía casa propia, un buen prestigio social y trabajaba cerca del palacio donde servía, aunque esta posición lo obligaba a hacerse cargo de tareas muy ingratas, como cuando tuvo que testificar ante un tribunal sobre la vida íntima de su protector. La esposa había iniciado un proceso en el que lo acusó de mal marido y puso en entredicho al pobre duque, razón por la que solicitaba la anulación del matrimonio: “Según contó Juan Manuel de Lando, él y Álvar Núñez fueron testigos de que don Alfonso fracasó en su intento de tener una relación sexual, a pesar de que se llamó a tal efecto a dos o tres mujeres”.

El expedicionario zarpó de Sanlúcar de Barrameda en la costa andaluza el 17 de julio de 1527. Recibió el cargo de Tesorero del Rey Carlos V; Pánfilo de Narváez iba al frente, con 600 hombres a bordo de cinco naves. El infortunio se les apareció en cuanto cruzaron el mar Atlántico y arribaron a La Española, donde 140 hombres desertaron; un huracán mató a 60 y destrozó dos de los barcos. En ese momento, Narváez se obstinó en ir tierra adentro, para buscar provisiones ––y oro, de ser posible—–, pero en el intento no encontró más que la muerte ––y la de la mayor parte del grupo que lo acompañó. Una de las mujeres de la expedición le había advertido que no lo hiciera, que, de ir, ninguno volvería. Esta mujer algo tenía de bruja y adivina; aconsejó también a las diez mujeres casadas que de una vez se despidieran de sus maridos y dieran por hecho que no los volverían a ver, de modo que de una vez escogieran un hombre en reemplazo y siguieran su ejemplo, pues ella así lo iba a hacer ––y todas le hicieron caso, pues las diez “se amancebaron con los que quedaron en los navíos”.

De los que continuaron el viaje, sólo Cabeza de Vaca y tres colaboradores más escaparon de terminar sus días en el vientre de los indios. En una caminata enfebrecida y demente llegaron a tierra firme; huyeron del cautiverio en el que estaban en la isla de Mal Hado, hoy Galveston, Texas, tocaron el otro océano y bajaron por la Nueva Galicia, hoy Jalisco, para seguir andando, sin saber que habían recorrido la inmensa tierra que separa los dos océanos, es decir, la geografía de lo que hoy es Estados Unidos a todo lo ancho, para después bajar por la costa del Pacífico, ir tierra adentro y llegar al fin hasta la capital de la Nueva España. En 1636 Álvar Núñez Cabeza de Vaca volvió a Sevilla, precisamente el año en que se cumplían diez de haber zarpado.

Desde que tocaron tierras americanas, en el Puerto de la Trinidad de Cuba, los recibieron ciclones y huracanes; el agua y el viento llegaron a crecer tanto, escribe: “que no menos tormenta había en el pueblo que en la mar”. Las casas y las iglesias se vinieron abajo, así como también eran arrancadas las raíces de los árboles más grandes. Debían juntarse al menos siete hombres y abrazarse para que el viento no los arrastrara. Además de los rigores del clima, “íbamos mudos y sin lengua, por donde mal nos podíamos entender con los indios”; además, quedaban muy pocos bastimentos y no se podía dar a cada hombre de ración más de una libra de bizcocho y otra de tocino; para colmo:

Uno de caballo, que se decía Juan Velázquez, natural de Cuéllar, por no esperar entró en el río en su caballo, y la corriente, como era recia, lo derribó del caballo, y él se asió a las riendas y ahogó a sí y al caballo, y aquellos indios de aquel señor, que se llamaba Dulchanchellin, hallaron el caballo y nos dijeron dónde le hallaríamos a él por el río abajo; y, así, fueron por él, y su muerte nos dio mucha pena, porque hasta entonces ninguno nos había faltado. El caballo dio de cenar a muchos aquella noche.

Álvar Núñez refiere cómo la comida se convirtió en el bien supremo: en una pequeña expedición de reconocimiento, en la que iba con el comisario, el capitán Castillo, Andrés Dorantes y otros siete de a caballo y cincuenta peones, caminaron hasta el atardecer. En un ancón o entrada de la mar, había un banco de ostiones, ante el que se arrodillaron y dieron muchas gracias a Dios, con tanto fervor como si hubieran encontrado una mina de oro. También refiere cómo anhelaban la carne de venado. Una noche fueron unos indios a ver a Castillo, que ya para entonces curaba, lo mismo que Álvar Núñez, y le dijeron que estaban muy malos de la cabeza, que los aliviara. Los santiguó y los encomendó a Dios. Más tarde le dijeron que el dolor se les había quitado; entonces “fueron a sus casas y trujeron muchas tunas y un pedazo de carne de venado, cosa que mucho tiempo había que no sabíamos qué cosa era”.

Como en casi todas las Crónicas de Indias, en Naufragios se menciona la antropofagia; Álvar Núñez también habla del tema del canibalismo, pero no de los indios, sino del que practicaron los españoles. Escribe que había cinco cristianos en un pequeño rancho de la costa; por alguna razón, comenzaron a morir, uno a uno; era tanta la necesidad y el hambre que “se comieron los unos a los otros, hasta que quedó sólo uno, que, por ser solo, no hubo quien lo comiese…” Pocas páginas más adelante relata que un expedicionario llamado Pantoja, para entonces nombrado teniente, abusaba y maltrataba a los demás. Llegó el momento en que uno, llamado Sotomayor, hermano de Vasco Porcallo, el de la isla de Cuba, que en la armada había venido por maestre de campo, le reclamó airadamente, se revolvió con él y lo golpeó con un palo, de lo que Pantoja quedó muerto. Así se fueron acabando estos cristianos: “A los que morían, los que quedaban vivos los hacían tasajos. El último que murió fue Sotomayor, y Esquivel lo hizo tasajos, y comiendo de él se mantuvo hasta primero de marzo”.

Con un efectivo sentido naturalista, Cabeza de Vaca escribe con objetividad para que sus páginas sirvan de referencia a los cristianos que se aventuren a ir por aquellas tierras. Así ofrece muchos datos que son el fruto la de observación:

Cuantos indios vimos desde la Florida son flecheros; y, como son tan crecidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos parecen gigantes. Es gente a maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de muy grandes fuerzas y ligereza. Los arcos que usan son gruesos como el brazo, de once o doce palmos de largo, que flechan a doscientos pasos con tan gran tiento, que ninguna cosa yerran.

Después de saber de lo que eran capaces, cuenta que cierta vez vieron unos cien indios a lo lejos y les parecieron muy grandes. No es que fueran tan altos, aclara el cronista, pero es que “nuestro miedo los hacía parecer gigantes”. Otros indios, en cambio, no cazan, mienten mucho y son grandes borrachos: “beben ellos una cierta cosa. Corren desde la mañana hasta la noche; y siguen un venado y, de esta manera, matan muchos de ellos, porque los siguen hasta que los cansan y algunas veces los toman vivos”.

Todos los habitantes que conocieron en esta tierra se emborrachan con un humo y dan cuanto tienen por él. Beben también una especie de té que sacan de las hojas de los árboles, las ponen en unos botes al fuego, “hinchan el bote de agua y así lo tienen sobre el fuego y, cuando ha hervido dos veces, échanle en una vasija y están enfriándola con media calabaza; y, cuando está con mucha espuma, bébenla tan caliente cuanto pueden sufrir”. Otros más “usan entre ellos pecado contra natura”, refiere Álvar Núñez; “son unos hombres impotentes que se visten y ejercen el oficio de mujeres: no tiran arco y llevan muy gran carga; y, entre estos, vimos a muchos de ellos así amarionados como digo, y son más membrudos que los otros hombres y más altos, y sufren muy grandes cargas”.

Los indios de aquellas regiones inhóspitas curaban las enfermedades soplando al enfermo, para después amasar sus carnes con las manos, con lo cual echaban la enfermedad. En la mencionada isla de Mal Hado, Álvar Núñez Cabeza de Vaca comenzó su fama de brujo blanco. Dice que a él y a sus compañeros los volvieron físicos (médicos) “sin examinarnos ni pedirnos los títulos”. Los mandaron a que se acomidieran, a que sirvieran de algo. “Nosotros nos reíamos […] diciendo que no sabíamos curar y, por esto, nos quitaron la comida”, de modo que, para poder comer, el sevillano tuvo que soplar a los enfermos, hacerles hendiduras con un pedernal filoso donde le señalaran que dolía y ahí succionar la sangre, cauterizar con fuego y soplar nuevamente al final de la curación, rogando a Dios que les devolviera la salud para que les dieran un poco de comida y para inspirar en ellos que les “hiciesen buen tratamiento”.

Al comienzo, sólo él y Alonso del Castillo se animaron a curar. Uno que los acompañaba, un negro alárabe al que llamaban Estebanico, y otro de nombre Dorantes, nunca habían curado, “mas por la mucha importunidad que teníamos, viniéndonos de muchas partes a buscar, venimos todos a ser médicos, aunque en atrevimiento y osar acometer cualquier cura era yo [el] más señalado entre ellos”. Poco después, Álvar Núñez ideó el procedimiento curativo que había aprendido con ellos y lo mezclaba con un acto que procedía de la liturgia católica: comenzaba por santiguarse él y al enfermo, rezaba un Pater noster y un Ave María; después, rogaba a Dios por su salud y hasta entonces ponía manos a la obra. Cuenta que una vez le llevaron a un enfermo que había dejado de respirar. Como no podía negarse a curarlo, procedió como lo venía haciendo con los vivos, siguiendo los mismos pasos. Hubo testigos de que logró revivir al cadáver, y que aquel que todos habían visto muerto ahora estaba vivo y curado: se había puesto de pie, había caminado, comido y hablado con ellos. Además de un arco, recibió como honorarios unos cuchillos de pedernal que medían un palmo y medio.

A fuerza de soplidos y heridas infligidas, de chupar sangre e implorar a Dios, algo misterioso sucedía. Álvar Núñez aprendió que el don de la sanación depende de la fe, y el éxito de la confianza que el enfermo deposita en el médico o brujo. Además de intuición, se requiere de osadía. Su carrera fue en ascenso; el mayor éxito que tuvo como cirujano se relata en la siguiente escena:

Me trajeron un hombre y me dijeron que había mucho tiempo que le habían herido con una flecha por la espalda derecha, y tenía la punta de la flecha sobre el corazón; decía que le daba mucha pena y que, por aquella causa, siempre estaba enfermo. Yo le toqué y sentí la punta de la flecha y vi que la tenía travesada por la ternilla y, con un cuchillo que tenía, le abrí el pecho hasta aquel lugar; y vi que tenía la punta atravesada, y estaba muy mala de sacar; torné a cortar más y metí la punta del cuchillo y, con gran trabajo, [al] fin, la saqué; era muy larga. Y con un hueso de venado, usando de mi oficio, […] le di unos puntos y, dados, se me desangraba, y con raspa de un cuero le estanqué la sangre; y, cuando hube sacado la punta, pidiéronmela, y yo se las di, y el pueblo todo vino a verla [e] hicieron muchos bailes y fiestas, como ellos suelen hacer.

Álvar Núñez parece haber tomado como inspiración y modelo a un médico de lo sobrenatural conocido como Mala Cosa, a quien los indios temían como a nadie; le dijeron que nunca se le acercara demasiado ni lo viera a la cara jamás porque, si llegara a verlo a la cara, se le pondrían los cabellos de punta y se iba a echar a llorar y a temblar. Mala Cosa tomaba al enfermo y, antes que nada, le hacía tres heridas en un costado, con un cuchillo de pedernal filoso. Metía la mano y sacaba las tripas. Eso le dijeron. En seguida cortaba un pedazo y lo echaba a las brazas; después cortaba tres veces en el brazo, ponía las manos sobre todas las heridas y, tras hacer esto, el enfermo sanaba. Se aparecía de modo intempestivo en sus rituales, cuando andaban bailando; a veces iba vestido de mujer y otras veces de hombre; alzaba en vilo una casa, la ponía en alto y caía con ella dando un gran golpe. Cuando le ofrecieron de comer, jamás comió; cuando le preguntaron de dónde venía y en qué parte quedaba su casa, respondía que su casa era de allá abajo.

Álvar Núñez se volvió un médico lleno de fe, intuitivo y valiente, pero sólo curaba cuando se lo pedían; para sobrevivir tenía que hacer también trabajos de comerciante, como alguna vez había hecho en Sevilla. De la costa, llevaba tierra adentro un costal lleno de caracoles y conchas de mar. Volvía con “cueros y almagra, con que ellos se untan y tiñen las caras y cabellos, pedernales para puntas de flechas, engrudo y cañas duras para hacerlas y unas borlas que se hacen de pelos de venados, que las tiñen y paran coloradas”. Así anduvo yendo y viniendo durante años, solo y desnudo, igual que en aquella región andaban todos. Una mañana se topó con cuatro cristianos de a caballo, que se sorprendieron de verlo en compañía de indios y tan asimilado a ellos como si fuera uno más del grupo: “Estuviéronme mirando mucho espacio de tiempo, tan atónitos, que ni me hablaban ni acertaban a preguntarme nada”. Álvar Núñez ya había adquirido el aspecto de quien ha sobrevivido a la desnutrición, a las tormentas y naufragios, a caminatas descomunales, al castigo y a las ámpulas que deja en la piel la sal marina y el sol.

Como el hidalgo que era, Álvar Núñez había sido aficionado a los caballos. Los amaba tanto que aun muriéndose de hambre en la Florida no pudo comer la carne de los corceles que alimentaban a sus compañeros. Otro rasgo muy notable del carácter de este caballero es que haya puesto por escrito sus fracasos y humillaciones, su cautiverio, esclavitud y maltratos, cuando la honra en la sociedad cristiana de aquel tiempo tenía el valor social más elevado. En los puertos de Andalucía, al zarpar a las Indias Occidentales, cada expedicionario llevaba en mente hacerse de riquezas, poder y fama. Álvar Núñez también, pero encontró todo lo contrario: frustración, ataques de pánico, naufragios, heridas, debilidad, alucinaciones y enfermedades. Él y sus compañeros llegaron a estar tan flacos que si alguien quisiera podía contar sus huesos, uno a uno ––tan cerca de la muerte estaban, tan devastados y desnudos. Unos indios amigos los encontraron después de uno de sus naufragios, en medio del desastre y la miseria. Cuando preguntaron dónde estaban los demás, tuvieron que decir que todos se habían ahogado. Se sentaron junto a ellos, con los ojos llenos de lágrimas. Poco a poco se incrementó su llanto y se hizo tan “recio y tan de verdad, que lejos de allí se podían oír sus sollozos, y esto les duró más de media hora. Ver que se dolían tanto de nosotros, hizo que en mí y en los otros de la compañía creciese más la [auto]compasión y la consideración de nuestra desdicha”.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca finaliza su relación enumerando a los tres náufragos que con él escaparon de morir y de dónde procedían: “El primero es Alonso del Castillo Maldonado, natural de Salamanca, hijo del doctor Castillo y de doña Aldonza Maldonado. El segundo es Andrés Dorantes, hijo de Pablo Dorantes, natural de Béjar y vecino de Gibraleón. El tercero es Álvar Núñez Cabeza de Vaca, hijo de Francisco de Vera y nieto de Pedro de Vera, el que ganó la Canaria, y su madre se llamaba doña Teresa Cabeza de Vaca, natural de Jerez de la Frontera. El cuarto se llamaba Estebanico; es negro alárabe, natural de Azamor”.

Referencia

NÚÑEZ CABEZA DE VACA, Álvar. Naufragios. México: UNAM. Col. Relato Licenciado Vidriera. Introducción de Arturo Dávila, 2015 [1542].

-----------------------------------------------. Naufragios y Comentarios. Madrid. Fundación José Antonio de Castro. Edición de Juan Gil, 2018 [1542].