Violencia expuesta, consideraciones filosóficas sobre el fenómeno de la fosa común

Violence Exposed. Philosophical Considerations about the Phenomenon of the Mass Grave

Arturo Aguirre Moreno

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

aguirre.arturo@yahoo.com

Oscar Moisés Romero Castro

moiromero08@gmail.com

Facultad de Filosofía y Letras, Colegio de Filosofía.

Fecha de recepción: 23 de febrero de 2015

http://dx.doi.org/10.31644/IMASD.9.2015.a04

Resumen

El artículo aborda el acontecimiento de la violencia actual como un fenómeno de fuerza excesiva aplicada entre personas, dentro del espacio común, con la finalidad de causar un daño irreversible en la integridad ontológica del paciente de la fuerza. Esta reflexión, desarrollada desde el enfoque de la filosofía social, se lleva a cabo tomando como punto de partida el paradigma de la fosa común, y se integra a los análisis (desde el concepto de lo común) de la comunidad, concepto que la filosofía contemporánea desarrolla; aunque nosotros proponemos el análisis de la fosa común y la violencia en el espacio público desde claves de pensamiento sobre el espacio vivido y doliente.

Palabras clave: Fosa común, encimamiento, espacio, comunidad, violencia

Abstract

This paper deals with events of the current violence as a phenomenon of excessive force applied between individuals, in the common space, with the aim of cause irreversible damage to the ontological integrity of the force’s patient. This discussion, developed from the perspective of social philosophy, takes place from the starting point of the paradigm of the mass grave, and it integrates to analyzes (since concept of the "common") community; a concept critically developed by the philosophy contemporary; although we propose the analysis of the mass grave and violence in public space since the key thought about the lived space and the suffering space.

Key words: Mass Grave, Superimpose, Space, Community, Violence



El fenómeno de la fosa común, aunque con constantes registros a lo largo de la historia de las comunidades,1 no deja de generar, en la secuencia cotidiana de la existencia compartida, una grieta, una fractura en la forma de concebir la relación y sus formas de acontecer, porque en la fosa común se da el testimonio negativo de la muerte colectiva. Ya sea, desde esos mismos registros, que la fosa común se genere por causas de enfermedad, funcionalismo ante el deceso masivo o por una pragmaticidad política para ocultar la atrocidad del exceso del poder de dar muerte (esa subyugación ante el poder por el sacrificio y terror que Achille Mbembe (2008) ha llamado "necropolítica"), lo cierto es que la fosa común ―más allá de las particularidades y de las instrumentalidades― genera la frontal disolución de la individualidad, de su espacialidad y de su memoria tan singular como única: se trata de la liquidación de la identidad irremplazable, irrepetible e irreversible de cada yo que ha sido dispuesto en una fosa común de una forma saturada, encimada, desespaciada, en la expectativa de la deshumanización de las víctimas que atenta contra el ser (espacio) de cada quien, mismo que las tradiciones culturales han afirmado con las milenarias y diversas prácticas funerarias (Coulanges, 1982: pp. 36-51).

En la actualidad, una preocupación creciente ha prestado atención a los datos de la violencia. Así, los estudios interdisciplinares sobre la violencia actual refieren a estos actos como instrumental, o bien como absoluta. Instrumental en tanto son mediaciones agenciadas para acelerar un proceso con la meta de obtener un fin deliberadamente perseguido. La violencia absoluta (o gratuita o banal) refiere actos cuyo fin ha sido suspendido para congraciarse a sí y en sí misma; en este sentido habrá de referirse a actos como la violencia innecesaria (crueldad) que se aplica al cuerpo sin vida inerte (véase Sosfky, 2006: pp. 88 y ss.)

En este artículo hablaremos de la fosa común, cavada desde un uso instrumental de la violencia con la finalidad de generar una infraestructura para esconder al cuerpo en la tierra. Así, el abordaje teórico sobre la fosa común se da desde el marco referencial de la violencia al cuerpo inerte en el espacio común. Se percibe, asimismo, este fenómeno como un acontecimiento de interrupción. Una comunidad que antes que su progreso o su desarrollo tiene que volver sobre sí con la conciencia de una desdicha constitutiva (Nancy, 2005: p.9 y ss.); porque la crisis que opera detrás de una fosa, el hoyo o la zanja llena de cuerpos, es la afirmación de una muerte que es, se presume o se quiere anónima, fragmentaria y olvidable.2 Lo que buscamos con este artículo es disponernos culturalmente, humanísticamente, de otra forma ante la violencia y el horror que vivimos en México y el mundo, desde el descubrimiento y énfasis de la fragilidad corporal (humana constitución nuestra) que puede permitirnos acceder a la consideración de los muertos y de los vivos, en donde puede despuntar la solidaridad humana, sumamente humana, de la condolencia. Pues no basta una definición de violencia o un esquema categorial de estudio aséptico si en ello la crítica de las ciencias humanas nos insiste en la compasión, así como en la condolencia en nuestras colectividades y en nuestro país todo.

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Desde la Antigüedad la violencia fue estudiada y comprendida, pero siempre fue denunciada como inaceptable, "y quizá sea precisamente por haberla experimentado por lo que pudo [el griego] expresar con tanta fuerza su rechazo y su deseo de abolirla" (Romilly, 2010: pp. 9-18). Fue mediante el pensamiento y las expresiones culturales que se buscó la regulación, contención o prevención (bien por el derecho, la política, las expresiones artísticas, la ética, la educación).

Todo ello nos sugiere que hay en Occidente una memoria de la violencia y sus formas, una comprensión y resistencia, por lo cual es posible, para la racionalidad y el quehacer científico, orillar todos sus esfuerzos hacia una cultura de la no-violencia y contra la violencia, en donde las ciencias humanas deben cuestionarse a sí mismas ¿qué tipo de problema es la violencia y cómo se habrá de precisar la pregunta sobre el exceso de la fuerza que aniquila? Desde esta perspectiva, es motivo y objeto de consideración aquí la violencia (absoluta) en el espacio común, público.

En una primera aproximación teórica, puede ser funcional la distinción que brinda el Informe mundial sobre la violencia y la salud que la Organización Mundial de la Salud nos sugiere (Krug, 2002). En ese tenor, habría que considerar teóricamente la violencia desde tres ámbitos de ejecución: el autopersonal, el intrafamiliar y el público. El autopersonal indica a aquellas acciones violentas que un individuo ejerce sobre sí mismo; el intrafamiliar se refiere a acciones de violencia en el núcleo social con personas que se conocen unas a otras; y la violencia en el espacio común señala los actos cometidos en el ámbito de relación de proximidad sociopolítica en el espacio público. Desde luego, estos marcos referenciales están sujetos a discusión, pero se justifican si tenemos en cuenta que en México los altos índices de homicidios intencionales se llevan a cabo día a día en el espacio público.

Las definiciones sobre la violencia pueden ser amplias o minimalistas. Amplias en el sentido que refieren a un orden de derechos que el acto violento transgrede: la violencia o violación de leyes, de derechos, de normas, daños psicológicos etc.; minimalistas, a su vez, en el entendido de que esos mismos actos son referidos a la relación de agente de fuerza y el daño (véase Bufacchi, 2015: pp. 13-37). La fosa común que busca invisibilizar un crimen no refiere únicamente al daño causado a los ahí tendidos, vulnerados; sino también a la trasgresión del orden normativo de nuestra existencia y del desobramiento del espacio común, de su desrealización como espacio de vida. De manera amplia, entonces, podemos definir operativamente la violencia en el espacio común como un conjunto de factores, elementos, acciones, actores, víctimas, instrumentos, consecuencias, que se dirigen en su empleo o amenaza (latencia de su ejecución) con una fuerza dañina para intervenir, alterar, obligar, controlar, organizar, jerarquizar y/o usar disposiciones y posicionamientos de individuos en el espacio compartido, sea este de reunión o tránsito, que promueve o provoca heridas corporales y dolor indeseable en aquellos a quienes se dirige la violencia deliberada.

La pertinencia del pensar y aportación de las ciencias humanas adquiere relevancia en esta problemática. Pero ¿cómo puede ser un problema filosófico ante una situación devastadora como la violencia en el espacio común? ¿Dónde encuentran legitimidad las categorías provenientes de las ciencias humanas cuando hablamos de actos tan heterogéneos y diversos? Sugerimos la vía teórica de análisis general de la violencia: evidenciar sus rasgos, sus características en los actos de homicidio intencional bajo una dinámica creciente que no parece ser efecto sino constituyente de esta violencia: la fosa común. Entonces, ¿qué reconsideraciones deben generarse del espacio común, de la ciudadanía y la comunidad a partir del excedente de violencia expuesta en la fosa común? La escalada de violencia y la proliferación de fosas ―esa hibridación entre brutalidad, deseo y avaricia, que absolutiza la ganancia y desprecia a la vida misma― pone en interrogación y suspenso cualquier espacio, en tanto que lugar de vida. 3 En este plano la filosofía se encarga de pensar la existencia que tiene lugar ahí: ocupando un espacio. El pensamiento filosófico opera, de tal manera, con categorías que en filosofía llamamos ontológicas: piensan y articulan el discurso desde el ser de los existentes, de la forma de estar unos junto a otros; en lo que corresponde a lo humano, pensamos su ser en su tiempo y su espacio, su constitución, sus relaciones y la forma ser de ser común, de estar en común. Entonces ¿cómo se desarrolla un pensar ontológico en relación con el ser de cuerpos mutilados que interrumpen la idea de una continuidad vital en la geografía del país? ¿cómo pensar no solo esos cuerpos, sino aquellos vivos que un día fueron? ¿cómo categorizar el horror de las fosas comunes, lugares de horror, de vidas prescindibles, matables, excedidas?

Así, por principio, elaborar un análisis del empleo panorámico del concepto "fosa" y, sobre todo, de cuerpos encimados en un hoyo cavado en la tierra (fosa común) tienen una connotación referida a un espacio legal, paralegal o ilegal.4 En especial, en España los estudios sobre este fenómeno tan singular denotan una expresión casi política, ¿qué pasa en el momento de exhumar una fosa común? Para algunos estudiosos españoles tratar de responder la pregunta es intervenir al núcleo de la memoria, el dolor y el sufrimiento de las víctimas yacidas en las fosas; se analiza la complejidad y dinamismo del proceso, que incluye desde iniciativas políticas y judiciales de enorme proyección pública y mediática, lo que han llamado ley de la memoria (Ferrándiz, 2009: p. 4 y ss.). En las últimas décadas esas inciativas han llevado, en España, los procesos ante la Audiencia Nacional con la finalidad de que se declaren competencias jurídicas para investigar y juzgar presuntos delitos de detención forzada e ilegal, fundamentalmente por la existencia de un plan sistemático y preconcebido de eliminación de oponentes políticos a través de múltiples muertes, torturas, exilios y desapariciones (ídem.).

Fue así que se llegó a la reconsideración de entender a la fosa no solo como el espacio a donde fueron a dar aquellas y aquellos que no se allegaron al plan político del franquismo; lo que obligó a pensar en el término de lo común más allá de un leguaje arcaico de prácticas jurídicas que pasaban desapercibidas ante el fenómeno de la fosa para generar el común olvido político (Madrid, 2010: pp. 77). Todo lo cual ha decantado en conceptualizaciones que se han vuelto una encrucijada para la pragmaticidad y el pensar sobre la politicidad misma de la comunidad desde las desapariciones forzadas y las fosas comúnes abiertas en los últimos diez años. Los conceptos dan pauta para reflexionar sobre: i) la memoria común del daño causado por el poder soberano a los gobernados, ii) el dato de la fosa común desde el plano biológico (biopolítico) de cesar la vida, iii) la frontal vulneración de derechos civiles y iv) el exceso destruye y busca borrar la condición humana de las víctimas. Todo ello pierde las dimensiones de una forma de dialéctica de la violencia resuelta en la continuidad y progreso de historia de una nación (España), para convertirse en un acontecimiento ―cada fosa común― que suspende la historia (su gloria y su camino hacia la conformación de los grandes discursos) para mostrar la interrupción de la secuencia temporal, a través de la investigación y la exigencia pública que realizan los familiares de los hombres y mujeres lanzados a las fosas. La noción de acontecimiento, en tal sentido, es un término de emergencia, es decir, el algo que ocurre en la secuencia lineal del tiempo sin que esté previsto que ocurra, que tenga lugar. Por lo cual, el acontecimiento es la suspensión o interrupción de la continuidad de los hechos normales y habituales del día a día en las formas de convivencia (Virilio, 2006: pp. 36-41), ello cuando emerge o acelera drásticamente los procesos de daño o muerte en la integridad de las personas.

La fosa común, entonces, en cuanto acontecimiento es un acto inesperado, eruptivo e imprevisible, que implica una inusual destrucción del espacio y la integridad individual de las víctimas (cosificadas para ser merecedoras de la destrucción violenta).

Muy diferente a lo que sucede en España, el acontecimiento de la fosa común en México no ha pasado por una reflexión crítica5 sino que se ha incorporado a las prácticas analgésicas y amnésicas del uso de la imagen, la información y la "normalización" de la violencia homicida en el espacio común. Las dificultades a las que nos enfrentamos son que el concepto complejo de "fosa común" aún no es representado en nuestra conciencia colectiva como un problema común de violencia en el espacio público.

En el contexto que ha dejado el crimen organizado en México, la violencia aplicada en la fosa común deviene de una práctica del des-hecho para descomponer al cuerpo, terminar con su figura, eliminar su presencia, borrarla del mundo. Práctica insistente desde el crimen organizado y replicada por otros órdenes de control (policiaco, político, militar, comunitario) del espacio público. Estas prácticas difieren de las del mencionado franquismo, pues en España las fosas eran cavadas para los opositores políticos; en México, por su parte, la violencia acontecida en la fosa es en sí una exposición de excepción, porque no se trata en absoluto de bandos de ideales políticos, se trata de mostrar quién o quiénes son aquellos que controlan el derecho de dar la muerte y tienen, por ello, la oportunidad de administrar la vida (Agamben, 1998: p. 20 y ss), de regular el espacio de vida, de dar o quitar espacio a los muertos, de someter al olvido a colectivos e individualidades.

El fenómeno de la fosa común en México, después de una espectacularización de la violencia acometidas en el cuerpo (como el desollamiento, el descuartizamiento, cabezas tiradas en el asfalto, cuerpos incinerados…) ―eventos que tuvieron relevancia en el 2006 hasta el presente año―, determinan que el acontecimiento de la fosa no necesariamente es un fenómeno común, sino parte de una cultura que declina ante la valoración de la vida y empezó a asimilar la violencia del cuerpo en el espacio común después de una banalización en los medios de comunicación, proveniente de la estética repetición nihilista y anestésica. El desfase es que los eventos violentos aumentan, pero los conceptos más cercanos para referirnos a las fosas que son encontradas cotidianamente muestran al otro vulnerado hasta el exceso como parte de una clandestinidad organizada. Es decir, antes de focalizar la atención discursiva en el concepto de un problema común ―la muerte infligida de manera colectiva―, los dispositivos discursivos orientan la conceptualización hacia a la conversión de los vulnerados como criminales y de la fosa como un evento clandestino, en donde se contabilizan cuerpos arrojados (representación cuantitativa que genera una idea de anonimidad). Todo ello persigue la suspensión del daño (propio del acto violento) que esas muertes señalan en su propia evidencia, en su propio aparecer que es no solo una muerte individual sino una problema común. Hoy mismo, el recuento o fría enumeración de muertos y lugares que han sido señalados como espacios de horror en México suspende la idea de un espacio de derechos, de bienestar, de oportunidades, de desarrollo. Somos "testigos integrales", sobrevivientes de una violencia creciente que hace víctima a cualquiera y en donde sea, violencia que pone en entredicho este espacio común y la cualidad del nosotros. En verdad, este espacio puede suponerse unido e integral, pero lo cierto es que la constante interrupción, cada fosa común hallada desde el río Bravo hasta el Suchiate, afirma la fragmentación del espacio por ser territorio de horrores. Por ello, el dispositivo anestésico de la violencia se complica, pues no basta con la repetición sino que surge la apelación discursiva a la enumeración la cual se vuelve no solo necesaria sino urgente: el acontecimiento de 200 cuerpos hallados (no solo 72) en la fosa de San Fernando Tamaulipas se nulifica a un accidente noticioso con la aplicación del número que es abstracto, interminable en su secuencia y que no da razón ni testimonio del sufrimiento ni del dolor ni de las causas; por lo que las víctimas y la violencia mimética que recorre intermitente Tamaulipas, Tierra caliente, Iguala, Boca del Río, Ciudad Juárez, Culiacán, Tijuana, etcétera, queda contabilizada pero no razonada ni imaginada.

Así, desde hace pocos años, las fosas comunes, su mención pública, sufrió un giro en el discurso político: había que despegar el concepto de lo común (concepto político por antonomasia desde la koinoîa griega en la pólis hasta la communitas de la ciuitas latina) de un evento cruento cada vez más reiterado y que se negaba a la reducción numérica; así, se propagó por los medios de comunicación, desde instancias jurídicas y políticas, dejar de hablar de "fosas comunes" para dar lugar a las llamadas, primero narcofosas y después consolidarse en "fosas clandestinas" (Lara, 2014). Clandestinas por referirse a fosas llenas de cadáveres de delincuentes y criminales, que en concomitancia se homologó con este sector. Los criminales son seres despreciables, generadores de una aritmética deficitaria del daño: dañan los lazos de la comunidad, la confianza interpersonal e institucional, vulneran al todo común (la nación, la ciudad, el país, al nosotros). De ahí que se permitió el tránsito del cadáver que estuviera arrojado en una fosa tendría alguna participación con el sector delincuencial, mejor aún, con el crimen organizado. Todo cadáver en una fosa clandestina se somete al aura de la criminalización. De ahí que la fosa clandestina no tenía más relación con las fosas comunes (aquellas que conocimos por enfermedad o por eficientar los panteones públicos), sino que devino un todo rechazable, por cuanto en ello se reconocía la integridad de lo excluido, repudiable, criminal, narco y organizado. La organización de la muerte ¿a quién más podría aplicarse sino es aquellos que están involucrados en el crimen organizado? Así, la exclusión de lo clandestino operará no solo en el desarrollo discursivo mediático y en concomitancia en el juicio social, sino también en el ámbito jurídico que pocas facultades tiene para conceptuar a la fosa misma.

Más allá de todo el contexto y las circunstancias que puedan involucrase en el acontecimiento de la fosa común o clandestina, la evidencia que deja y la marca profunda en la cual nos introducimos al interrogarnos sobre este problema es el de la espacialidad que ocupa en el mundo un sitio lleno de cuerpos; pues una reconsideración consistente que tome en cuenta la mortalidad de los hombres y mujeres, de sus cuerpos y los lugares que ocupan en las fosas comunes, repercutiría en las nociones y formas de concebir el espacio mismo que la OMS en su Informe mundial refiere como espacio público o común (Krug, 2002: p. 238)

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La preocupación que detona cualquier meditación sobre la fosa no es, por principio, ni la de un espacio (habitáculo) hecho para recibir, engullir y pretender la desaparición de muertos ni, tampoco, es la idea misma de los muertos ahí tirados.6 La violencia tiene la impronta del exceso de fuerza, de un daño; quizá, entonces, el sustantivo violencia debería restringirse al punto en donde la fuerza es excesiva y en donde la destrucción está siempre articulada. La idea de que la violencia es fuerza desmedida, absoluta y condenable por sí, no parece extenderse en la historia de Occidente hacia todos los ámbitos de la vida tanto como se cree. Tal vez, aún hoy, la idea de las guerras justas o preventivas que suspenden garantías, reconocimientos mínimos humanos, son propias de este hacer fuerza o forzar para mantener en su límite a lo temible (Romilly, 2010: p. 10 y ss.). En verdad, la reflexión filosófica en la tradición instala a la fuerza, conflicto, violencia, vigor e ímpetu en una misma zona que solo es discernible por sus narraciones; es decir, por aquello que dota de sentido al acto de fuerza: el héroe, la gloria del Estado, la defensa de la República, la integridad de la comunidad, la sanidad del orden y un largo etcétera. El acto violento parece quedar, en ese horizonte de sentido, fuera de aquello que es seguido de la justificación inicial y final: el acto suelto, banido de razones y motivos. El acto violento, a diferencia de la agresión, parece necesitar siempre su justificación para iniciar su agencia (Arendt, 2013: p. 105).

Hace unos cuantos siglos, sobre todo por la influencia de la Ilustración, comenzamos a comprender la excepcionalidad de la violencia, su rasgo emergente como recurso cuando falla el concurso de la razón; aunque ese recurso, no ajeno a las razones, como hemos dicho, fue absorbido nuevamente por las narraciones de la historia, por la legitimidad, primero, de la conquista, de la invasión, de la usurpación y después vinieron los discursos de la emancipación, la revolución, la descolonización, la resistencia, la revuelta… (Calleja, 2003: p. 65 y ss.). Más allá de los castigos que padecieron el exiliado, el hereje, la bruja o el criminal; es decir, aquellas violencias jurídicas, legítimas que hicieron de hombres y mujeres seres invisibles, temerosos de perder la vida a cada paso, de aquellos que fueron torturados, quemados, hervidos en aceite en las plazas públicas, lapidados y después llevados a la sombra del orden jurídico-racional de la prisión o el manicomio (Foucault, 2003: p. 106), más allá de esto, un breve repaso por nuestra historia moderna nos permite darnos cuenta del excedente de violencia de esa fuerza física brotante y desbordante, ahora sistemática, tecnológica, plena y contundente bajo la que hemos venido al mundo en el tránsito de la excepcionalidad a la regularidad de la vida, esto es: la posibilidad de ser vulnerados, de ser un cualsea (Agamben, 2006: p. 57) tirado, ejecutado, aterrorizado.

Toda vez que se ha querido hablar de ese misterio que recorre todo entendimiento, que lo trastoca, lo indecible por ver esos cuerpos tendidos, esos que ha dejado todo el discurrir de la historia desde la fuerza que inaugura a Occidente como la Ilíada o el poema de la fuerza, (Weil, 2013) y que pasan por las violencias de ayer y hoy, hacen comprender y poner la disposición del pensamiento en adquirir conceptos para entender qué es lo que llena una fosa: una fosa común es llenada por cuerpos de hombres y mujeres que son o pretende hacer que sean un dejo del olvido de la historia omnívora, inmanente en su propia resolución interna que reduce al individuo a ser parte sin formar parte de la realización de la comunidad (Sánchez Cuervo, 2014: 178-179). De esta manera, es de tomarse en cuenta que echados por tierra las promesas, los esfuerzos y los sueños entorno a una comunidad plena de sentido y bienestar, de progreso y de inagotables recursos, ha estallado en nuestro tiempo el impulso por cuestionar si estas formas de comunidad que conocemos ―que heredamos y activamos― son ineludiblemente las únicas posibles y si habrá, o bien, que resignarse ante ellas o precipitarlas en sí mismas para que muestren su oscuridad constituyente. Quizá precisemos desactivar, neutralizar o enfatizar categorías que han desbordado la vida; que han hecho suyas las opciones en los modos de ser que se nos ofrecen: ciudadano, ser político, hombre, etcétera; esto, debido a que, según se asoma, forman parte de discursos que no pueden, porque no alcanzan, a dar razón de los cuerpos violentados en una fosa.

Advirtamos que aquello que gravita de fondo es si será posible pensar otra comunidad en donde la fosa común no sea posible. ¿Cómo habrá de delinearse la pregunta por la comunidad misma? ¿Cómo habrá de vivirse en una u otras comunidades posibles, es decir, si es posible que haya otros tipos u otras comunidades venideras? (Agamben, 2006: p. 26 y ss.) Como fuere, detengamos un momento esta reflexión para pensar el encuentro de una fosa común en el mundo, la cual exige una reconsideración de nuestra sinergia con el otro-común, que es arrojado a una fosa.

Si hablamos del cuerpo violentado es porque, según se mira, aún estamos lejos de señalar claramente qué es el cuerpo cuando es encimado entre otros cuerpos con una violencia infligida, no solo previamente sino en esa forma de hacer al cuerpo desecho. La integridad y unidad ontológica, el ser de lo humano, se mantiene también en su corporalidad que en cada cual es singular e irrepetible; pero, a la vez, por naturaleza es vulnerable y, en tanto que integridad, es fragmentable por actos violentos. El cuerpo es vulnerable: herible, dañable. ¿Quién no pensaría que esa vulneración se detiene cuando el paciente de la violencia ha muerto? Sin embargo, reducido a una situación primaria de cuerpo muerto, inerte, el cuerpo queda expuesto a daños que van muchos más allá de la muerte. A este daño la filósofa italiana Adriana Cavarero lo llama crimen ontológico sobre el cuerpo inerte (Cavarero, 2009: p. 58), lo cual quiere decir la deshonra creada, una falta de condolencia y consideración a la singularidad corporal, todo lo cual sucede más allá del fin vital, con la exposición, el desmembramiento, los ácidos, el fuego, etcétera. Así lo menciona Cavarero:

La física del horror no tiene que ver con la reacción instintiva frente a la amenaza de muerte. Más bien tiene que ver con la instintiva repulsión por una violencia que, no contentándose con matar, porque sería demasiado poco, busca destruir la unicidad del cuerpo y se ensaña en su constitutiva vulnerabilidad. Lo que está en juego no es el fin de la vida humana, sino la condición humana misma en cuanto encarnada en la singularidad de cuerpos vulnerables. Carnicerías, masacres, torturas, y otras violencias aún más crudamente sutiles forman parte del cuadro (2009: p. 25).

Así, desde el espacio doliente, aterrador y horroroso que ha generado la violencia en México, nos encontramos ante la necesidad de cuestionar a la comunidad allí en donde se afirmaba lo común y el límite hasta donde se extiende el término: la fosa.

¿Qué es lo común ante la fosa? Los muertos, muertos son. Pero cómo se puede comprender lo impensable de los muertos, no solo muertos sino destruidos, sin piedad (como decían los antiguos griegos), sin consideración, sin humanidad.7 Es preciso recordar que el concepto de muerto en Occidente va referido al muerto en su espacio, en el reconocimiento de individualidad: a eso refiere la tumba, a un espacio ocupado en el suelo (humus), un espacio hecho para que el humano muerto tenga acomodo; lo cual, queremos decir, indica que nunca el muerto comparte la misma fosa en desorden. Pero en la fosa el encimamiento excede al propio cuerpo, y este ya no es más tumba solitaria, memorial y descanso; sino que es la marca de cómo someter al muerto, y propiamente al cadáver al olvido, al encimamiento que despersonaliza, porque cada cual pierde la espacialidad que le es propia. La singularidad de ese hombre, mujer, niño que tuvo una vida, una familia que no guarda síntesis porque ya no hace lugar en el mundo.

Evidentemente nuestra existencia en México ha entrado en una dinámica de muerte; mejor aún, de ser matable y dar muerte: lugar éste en donde cualsea puede dar a otro común la muerte. Para sostén y evidencia de este aparente juicio hiperbólico referimos al dato aproximado de que 75% del territorio nacional ha sido utilizado para construir fosas clandestinas y abandonar los restos de sus víctimas, referimos a las 1,243 fosas encontradas y registradas del 2006 al 2013 (Lara, 2014), fosas que se han encontrado en el suelo de México, no solo con relación a la criminalidad y guerra, en la lucha contra... sino también en acciones de Estado aparejadas al modus operandi del crimen organizado.8

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Según René Girard (2005: p. 332 y ss.) la violencia emerge imprevisiblemente y se distribuye como un contagio (epidemiós) incontenible si no se utilizan recursos y se empeñan instrumentos para poner en orden lo que el acto violento primario ha desarticulado o aquello que posibilitó su emergencia.

Pensemos que si el poder y o el saber generan vínculos y nexos, esto es, obligaciones, compromisos y anhelos comunes; el acto violento, por su parte, no tiene en su constitución misma la posibilidad de generar, sino, al contrario, su constitución factual es la de romper y rasgar ―como llamará el griego― al acto que daña a la comunidad.9 El problema, entonces, es de qué manera se podrán generar los recursos para detener violencias imprecisas, lejos del agente primario, ¿de qué manera cuando no es posible una versión sacrificial ni catárquica que contenga y termine con el contagio, la virulencia de lo violento, sino simplemente lo que hay es el daño expuesto, el cuerpo expuesto, vulnerado, porque es suya, por cuanto condición de fragilidad humana, la posibilidad de ser excedido por la fuerza del fuerte, del armado, del organizado para matar? ¿Será el agotamiento, la renuncia, la posesión final del territorio, el poder, el mercado, la mercancía, lo que finalice hoy día violencias como las que vivimos en México? La diversificación de medios, la instrumentalización de sus tránsitos del miedo, el temor y el terror parecen ofrecer una incalculable, inajustable manera en las cuentas: se engrosan las cantidades, las enumeraciones y así parece que se empieza a generar una ciudad, una nación, un pueblo perdido, esto es, esa incualificable cantidad de muertos que México es al día de hoy.

Los pensadores del siglo xxi, respecto al tema de la vida, nos comprometen a partir del tema de la singularidad y, sobre todo, en un ámbito en el que ésta yace relacionada irremediablemente con el espacio. Como nos menciona Nancy, es el espacio y tiempo una conjunción, jamás una disyuntiva porque estos son uno, pero tradicionalmente separados en la Modernidad (Nancy, 2003: 105),10 en la cual se concibió un espacio sin cuerpos, un dominio del ser sin cuerpos, vertidos en el horizonte de lo atemporal; lo cual nos planteó la pregunta de cómo construir y edificar una comunidad que en su espacialidad no contempla a los cuerpos que son mutables y finitos. Los roces, las distancias de estos existentes… (el quejido cuando se siente la incomodidad del escritorio y, sobre todo, cuando golpeamos la mesa con la rodilla). Un espacio que no contempla la temporalidad de los seres mortales, menos aún el encimamiento de los cuerpos en una fosa.

Hemos de observar, que la problemática es entender lo común de los unos con los otros y los otros con los unos: lo común que es esta vida compartida en un espacio. Lo común es el espacio ineludible de la existencia. Ahora entendemos que la cuestión del ser en la comunidad se convierte en la cuestión misma del ser (Higuera, 2008: p. 22),11 de la comunidad cuestionada desde la fosa común inescrutable a los ojos de la razón.

Sabemos que no basta una metafísica ante el cuerpo muerto enterrado o expuesto en las fosas en México. No basta para el cuerpo muerto pero tampoco para el cuerpo vivo. Por ello, confirmemos que precisamos reescribir un nuevo corpus, en donde también debemos hablar de las intervenciones tecnológicas (quirúrgicas, estéticas, genéticas), un corpus en donde no solo el médico o el filósofo, sino también el político y el criminal han visto el poder y el poder de intervención; necesitamos repensar la desmaterialización del cuerpo desde el acto violento y también desde la dinámica simbólica ejercida como información: las masacres, las crueldades, las violencias más diversas banalizadas y convertidas en flujos digitales de ceros y unos, en cuantificaciones indoloras, barridas por la voz o la escritura que se enciman y sobre-enciman generando olvidos. También, necesitamos acallar de una buena vez la profunda abstracción que ha distanciado al cuerpo de lo que somos en tanto que expuestos a flor de piel como fragilidad vulnerable. Todo ello, porque la intensificación y propagación de los actos violentos en el espacio público no nos exenta de buscar definiciones alternativas y más precisas de la violencia para pensarla como acontecimiento, en donde el dolor, el daño y la condolencia son elementos integrales de su despliegue.

La vida es común. La muerte no tiene porque no serlo. Vida y muerte nos implican de distinta manera a todos en nuestras relaciones no solo consanguíneas o familiares, sino también políticas; y eso es, extrañamente, lo que la política y la vida política (de este zoon politikón) ha perdido de vista. Al pensar el espacio como un lugar común, lo que advertimos es la evidencia del modo de ser de la existencia: cuando los seres humanos nacen o, antes, cuando el vientre de la madre se hincha por un embarazo viene la existencia precedida, dada a una relación que se vierte en las distancias: el hijo dentro de la madre está a una distancia con su piel y su carne en la carne de ella. Nunca el hijo es la madre, siempre guarda una aproximación con ella. Así, cuando se da el nacimiento, la proximidad del recién nacido con el mundo revelan el origen de la existencia que es la del con-vivir (Esposito, 2009: p. 22). Ésta es la idea de un espacio común, habitable en tanto que vivenciable como dar a cada cual su lugar. Ello contrasta ante ideologías de muerte que se han perfeccionado en el exterminio, el descuartizamiento y la eliminación de espacio como nuevas formas (por cuanto extendidas) de activar la violencia; como sucede en una fosa común o clandestina que busca en su finalidad esa no visualización de diferencias, así como esa no visibilidad de la violencia aplicada al antes vivo.

Entonces ¿qué es una fosa común? Una fosa común es, en suma, ese lugar vacío pero a la vez lleno: la diferencia, la individualidad y singularidad queda nulificada en la indistinción de un cuerpo con, contra, encima, en otros cuerpos que han sido tirados al mismo hoyo. Esto es, una zona que emplaza no a un dolor ni al espacio entre uno y otro (espaciamiento); sino un lugar que no-es lugar.12 En este tenor, se trata de un espacio que no es sino hasta que es llenado como dolor y temporalidad suspendida; no un espacio extendido sino un espacio sin extensión, esto es: un no-lugar en el que acontece la imposición de la desaparición y la indistinción. Pero reparemos, de soslayo, en este no-espacio cuando hablamos de una fosa común: el hoyo no es un lugar, porque para que el lugar sea las cosas han de ser, están en su lugar como su modo de ser en, es decir, el lugar propio de cada cual y de cada quien; pero en la fosa común lo que encontramos es la aglomeración, el encimamiento que desdibuja la singularidad de los ahí arrojados, que niega el ser de los negados a su ser vida; pero aún más, se trata del intervalo de una fosa a otra, del horror que intensifica un no-lugar, un espacio común de dolores, dolientes y deudos desde Guerrero hasta Michoacán, desde Ciudad Juárez hasta Tamaulipas. El espacio común entonces se vuelve una dolencia compartida, porque la verticalidad de la vida se cuestiona a cada instante ante la horizontalidad amorfa de los cuerpos desechados sin espacio propio, como es la fosa común (Romero, 2014).

Habrá que entender que el espacio lo hemos considerado ―por la matemática (al menos hasta Bernhard Reimman) y la filosofía modernas― como un lugar vacío, siempre el mismo: espacio listo para ser ocupado, llenado; un lugar sin tiempo y eterno (Robles, 2000: p. 114 y ss). Así, entender el espacio como un lugar vacío imposibilita pensar el encimamiento de una fosa común, porque solo se alcanza a mirar la ocupación del lugar, del hoyo ocupado y jamás el cuerpo encimado que ahí es-no-lugar, que ha sido tirado en la fosa.

***

Con todo, este acontecimiento forma un estupor colectivo irrepresentable: ya sea la fosa encontrada en Europa en los campos de concentración, las fosas de Ruanda en África, las fosas en toda Latinoamérica y las hoy encontradas en México hacen que lo común arrojado en la fosa sea un espacio irrepresentable, porque el encimamiento es una representación prohibida, una representación imposible para la razón. Estamos, queramos o no, ante una transformación espacial y temporal que, en las formas de la violencia, repercute en una diseminación no correspondida con las experiencias categoriales filosóficas, tanto ontológicas como afectivas.

La violencia como acontecer de la fosa, la reflexión sobre el dato mismo de las formas de la violencia, no solo sobre sus narrativas o la fría indicación de sus efectos, abre un horizonte de problemas cruciales para la compresión de lo humano en los tiempos actuales, y apunta directamente a aquello que la fenomenología en todo el siglo pasado señaló directamente: la irremplazabilidad singular, lo insustituible de cada cual, y por ende, la pasmosa evidencia de que cada acción violenta cosifica, elimina y priva de espacio al lugar de la existencia.

En México, con el acontecimiento expuesto de cuerpos encimados, nos lleva a pensar nuestro ser al límite: al límite de sí y de su historia, una manera de vernos más allá de la plástica del cuerpo para concebirlo como un umbral en el cual acontece la ineludible forma de estar, en dónde entramos en contacto, en dónde tenemos el tacto con los otros, con lo otro y con nosotros mismos.

El problema que tenemos en la actualidad las ciencias humanas es de qué manera se podrán generar los recursos para comprender y detener violencias imprecisas/irrepresentables en el espacio común. La información no puede detenerse en el conteo diario de pérdidas o del descubrimiento de fosas, porque en realidad no son los muertos, los sin aliento, los sin palabra, los sin voz; son además los reclamos que están en el testimonio de las familias, de los testigos, de las evidencias: porque es ahí en donde aquellos violentados siguen haciendo espacio, reclamando su lugar arrebatado del mundo.

La vida común y la fosa común son dos modos enteramente opuestos de pensarnos desde la comunidad (de la vida y la muerte): si bien la vida en común ha entrado en una dinámica de expropiación, la fosa común revela la crisis de considerar a la fragilidad, y a la conversión por parte del criminal de sustituir a un ser frágil, como lo somos todos, por un ser matable. De esta forma, la violencia en el lugar común, que es la tierra del espacio compartido en que somos, se comprende, pues, desde la existencia intervenida e interrumpida en el dolor ocasionado, en el contacto que busca regular, jerarquizar o aniquilar. La violencia hoy día no nos deja perplejos, nos deja, por principio, a-terrados, seres sin-tierra para habitar, ante tanta crueldad y furia. Debemos reponernos una y otra vez al impacto, a la constancia y a sus derivados; debemos sobreponernos una y otra vez al eco de violencias infligidas, porque, con todo, es posible interrogar por la violencia y su excepcionalidad, que es su acontecer, borrando espacios, desrealizando temporalidad, eliminando la vida en el espacio común.

Si consideramos que las ciencias humanas están incapacitadas en muchos aspectos para preguntar por la violencia, porque no han logrado generar el sistema categorial suficiente para interrogarla, pensemos que es preciso, entonces, en la actualidad deconstruir los métodos, las categorías frente a acontecimientos violentos impensables (aunque repetibles), para pasar del terror a la pregunta, para cuestionar qué es lo común de la fosa y que es la comunidad en México ante tanta fosa común.

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Notas

1 Tómense en cuenta los pozos en Gran Bretaña por la peste bubónica del siglo XIV; las fosas de los Campos de la muerte en Camboya como dinámicas de genocidio durante el régimen de Pol Pot (1975-1979); las del estalinismo en la Gran purga entre 1937 y 1938; las de Hart Island en EE.UU. como producto del aprisionamiento, y un largo etcétera. (Véase, Joseph Cummins, 2010.)

2 Como se enfatizará más adelante, una inercia de la historia de la filosofía pero también de los consabidos culturales, presume que la muerte o la destrucción (crimen) ontológica, solamente puede ocurrir a una persona "real", viva, no al cuerpo, cadáver o al muerto. La violencia absoluta o gratuita denunciada en el siglo XX y lo que va del XXI por Hanna Arendt, Primo Levi, Emmanuel Levinas, Giorgio Agamben, así como por organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales, nos permiten de momento llamar la atención a que nuestras categorías, marcos referenciales, discursos y presuposiciones han sido superados por la facticidad de una violencia en crecimiento exponencial [son más los agentes de violencia, más los instrumentos, más las víctimas que sufren no solo en "vida", sino en su integridad corporal (ontológica) hasta después de la muerte].

3 Véase el recuento incontenible día a día que en México se da sobre fosas clandestinas, cementerios ilegales, tiraderos y narcocementerios, que están presentes en las notas de la prensa nacional. Por poner ejemplos: en periódicos como El Universal (Muedano, 2013) y Milenio (Michel, 2013).

4 Adviértase por adelantado y como aclaración que no toda "fosa común" es clandestina. Los espacios de sepultura no siempre son individuales. Lo que sucede es el cambio conceptual que se opera en el discurso político (necropolítico) para asegurar que toda "fosa común" encontrada en el país no es clandestina por estar en donde no debe estar, sino por contener presuntos integrantes de grupos criminales. Lo que opera es el dispositivo de criminalización que exime de responsabilidades ministeriales, legales y ejecutivas que aclaren los hechos y señalen al victimario en la autorrealización del crimen conteniendo criminales que sería la fosa clandestina en sí.

5 Es de destacar que la búsqueda por ficheros en México no da por resultado una atención detenida al problema o tema de la "fosa común" en los medios de publicación académicos y de investigación. Contamos con informes de la prensa, muy valiosos muchos de ellos, que brindan documentación (estadística, gráfica y testimonial) pero las ciencias humanas no han logrado capitalizar un discurso riguroso y reflexivo sobre la "fosa común". Aunque, por otro lado y como lo aprecia el lector, el problema en cuestión implica reflexiones ontológicas, antropológicas, sociológicas, estéticas, históricas y políticas, con la adecuada formulación de marcos teóricos, que son precisamente de los que carecemos hasta el momento en México.

6 Un discurso que fluye con fuerza y arremolinado por debajo del serpenteante discurso político, o mediático, o bien filosófico sobre la fosa común es el discurso del victimario. Desde hace tiempo sabíamos de una terminología esotérica propia del crimen organizado, pero se hizo evidente en los últimos días en México sobre el asesinato y levantón de estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa (septiembre 2014). La fosa común sería, para el victimario, el tiradero, a diferencia del discurso oficial que habla de fosas clandestinas. Al escribir estas líneas somos conscientes del limitado alcance de nuestro marco de trabajo (categorías sociológicas, filosóficas, antropológicas, culturales y políticas) que hacen una "polémica de sombras" frente a un lenguaje (criminal y o político) que agencia de manera directa la indolencia y analgesia frente a sus propios actos o negligencias u omisiones.

7 Un de los testimonios literarios de Occidente más relevantes, en relación con los muertos (enemigos), se registra en Las suplicantes de Eurípides: ellas, quienes piden, suplican el derecho sagrado de sepultar a sus hijos (caudillos caídos en batalla), que no pueden quedar a la intemperie y a la humillación de ser comidos por los animales carroñeros: "Devuélveme a mis hijos, no dejes los miembros de los muertos en manos de la muerte que los miembros desata ni como bocado de fieras montaraces" (Eurípides, 1978: párrafos 44-45). Aunque el respeto a los muertos y la petición de ritos funerarios se repite en la literatura griega: en Ilíada con los cuerpos de Patroclo y Héctor; el cuerpo de Ayax en la tragedia homónima de Sófocles y del mismo autor trágico el cuerpo de Polinesias en Antígona.

8 Hace unos días, marzo 2015 (mientras se redacta este artículo para la Revista I+D), la periodista Karla Zabludovsky solicitó información a los 32 estados de la República Mexicana y al Gobierno Federal sobre cuántas fosas clandestinas había desde diciembre de 2006 ―fecha en la cual el presidente Felipe Calderón asumió el poder― se especificaba en la solicitud cuántos muertos tenían las fosas, su sexo, el estado de descomposición de los cuerpos y si se habían identificado. El resultado de dicha petición dio por resultado el título del reportaje de K. Zabludovsky (2014) "Nadie sabe cuántas fosas comunes hay en México. Mucho menos el Gobierno". El dato es de por sí relevante porque la información ocultada o imprecisa por las inconsistencias permite suponer los altos índices de violencia homicida acontecidos en la fosas comunes desde hace años; pero también evidencia la inviabilidad en México de tomar acciones adecuadas para prevenir, contener o erradicar la violencia, dado que todas las "Recomendaciones" emitidas en los Informes sobre la violencia (OMS, La Organización Panamericana de la Salud, el Banco Mundial, el Barómetro de Conflictos de Heildelberg) indican que se establezca o mejore la capacidad nacional de recolectar y analizar datos relativos a la magnitud, las causas y las consecuencias de la violencia, con la intención de fijar prioridades y planificar acciones concretas impacto directo.

9 No podríamos decir que hay una historia de la violencia, sino que hay una continuidad que atenta contra la relación de vínculos que se generan en las creaciones humanas: el conflicto pone en juego a los actores; la violencia nulifica o pone ―acaso― en una situación de total y absoluta asimetría al violento y al violentado.

10 Jean-Luc Nancy (2003) en El sentido del mundo, mira la razón por la cual el tiempo kantiano, en el que todo pasa exceptuando al tiempo mismo, es un tiempo en que nada tiene lugar ―excepto el tiempo, que tiene lugar él mismo como un tener― lugar inmóvil, como el surgimiento de una vez por todas de la sustancia misma del mundo.

11 Además véase Roberto Esposito (2006) en su libro Categorías de lo Impolítico.

12 Nos referimos a eso que el griego denominó xorá: se trata de un espacio en el cual la cosa es, pero él mismo no es espacio sin la cosa allí puesta. Xorá: es el no-espacio o habitáculo en la medida que es el intervalo de lo que hace espacio (Algra, 1995: 72-117).